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POR DIEGO TATIÁN
Ajedrez con la historia
Los seres humanos nunca sabemos del todo qué hacemos exactamente cuando hacemos, ni los efectos que desencadenarán decisiones políticas tomadas con las mejores intenciones. Marcada por la finitud de la condición humana, la acción política está siempre al borde de la tragedia y no permite prever –no completamente al menos– las consecuencias de su inscripción en la infinita fortuna de los seres y las cosas. Ahí la historia de muchas revoluciones como prueba.

Pero si un aprendizaje es posible obtener de esta evidencia no es la abstención ni la pasividad, sino la adopción de un principio de prudencia. En particular cuando las sociedades transitan un momento de transformaciones reales, el recurso a la prudencia no es contrario de ellas, sino tal vez una forma de su preservación y de su eficacia. No la excusa para dejarlo todo como está, sino el instrumento de una radicalidad.

Seguramente no es posible la sustracción a la disputa de las fuerzas en conflicto que marcan una época para lograr una perspectiva que permita una cierta ecuanimidad y una comprensión menos precaria del tiempo propio. Sin embargo, nada impide ejercer la imaginación como modo de librarnos por un momento, conjeturalmente, de la captura en el presente.

Imaginemos pues un historiador, un investigador, un estudioso o un simple ciudadano del futuro (pongamos del año 2074) que se propone entender la Argentina de 2014 con la distancia que permite un juicio ya no sólo atenido a los hechos, sino también dotado del sentido de los hechos –para nosotros aún vedado– que ha procurado el paso del tiempo. Se valdrá, para esa comprensión, de fuentes y materiales científicos varios; recorrerá hemerotecas y escrutará los periódicos de la época (la nuestra); fatigará –como le gustaba decir a Borges–, las páginas de Perfil, La Nación o Clarín, y las confrontará con la Argentina revelada sesenta años después. ¿Cómo imaginamos que considerará al país de 2014 el investigador de 2074?

Una reconstrucción de la historia argentina reciente a partir de la noción de democracia –y que presumimos continuará en el futuro– podrá concebir que esta última es sobre todo un trabajo colectivo expresado en instituciones, orientado a desmantelar privilegios en favor de una ampliación de derechos, a la persecución de una creciente subordinación de las corporaciones a las instituciones y a una sostenida producción de igualdad –por definición inagotable– para dotar de realidad a las libertades –que de otro modo no lo serían, o lo serían para unos pocos–.

Ello no se logra –nunca ha sido así en la historia– por un favor espontáneo del capital y por la sola argumentación, sin la necesidad de enfrentar poderes que reaccionarán por fuerza a la obra de la igualdad siempre que se emprenda. En otros términos, no hay democracia capaz de persistir y cumplir su designio de transformaciones emancipatorias sin un ejercicio del poder popular (que nunca abandona del todo la calle) manifestado en instituciones y procedimientos pero nunca completamente reducidos a ellos –y por eso capaz de inventar siempre instituciones nuevas–.

Así, una reconstrucción que tomara este criterio nos permitirá encontrar una tradición democrática en la que, con todas las diferencias del caso, se inscriben el gobierno yrigoyenista, el peronismo histórico, el gobierno de Illia (que no fue depuesto por ser un viejito bueno sino por la ley de medicamentos y por la anulación de los contratos petroleros), el alfonsinismo (que desde una situación de fragilidad extrema nunca dejó de enfrentar poderes y por ello debió entregar el gobierno anticipadamente, aunque cumpliendo con el desafío mayor de asegurar la sucesión democrática).

Esa tradición sin dudas no es ajena a la noción democrática repuesta en marcha en 2003, en confrontación con otra idea de democracia que la malversa y subordina a poderes económicos o mediáticos, de la que Menem, De la Rúa y gran parte del arco opositor actual son expresiones nítidas (sin contar con entidades como la Sociedad Rural, la Bolsa de Comercio y otros poderes ininterrumpidos que, en favor de las minorías del privilegio, atentaron contra las incipientes democracias siempre que pudieron).

Una larga historia –que no es propiedad de los historiadores profesionales, y de la que los ciudadanos hacen legítimo uso y forman su opinión– antecede a la disputa política argentina del momento. Pero hay un registro diferente al de la lucha inmediata por el poder, del que solo es posible una conciencia oscura e incierta. Ese registro, como decíamos, muchas veces aproxima la política a la tragedia (nunca sabemos del todo lo que hacemos cuando a obramos, etc.) y requiere de un lenguaje diferente al que proporciona el fragor mediático o incluso las serenas armas de la crítica.

Además de haber transformado la Argentina (sea que adjudiquemos a esto una acepción más o menos amplia), Cristina pareciera estar librando un solitario ajedrez con la historia. Digo solitario porque no creo que ningún otro dirigente político comparta con ella –por evidente diferencia de estatura pero no solo– esa extraña y esquiva dimensión de la política, pues para haber accedido a ella es necesario no estar reducido a la estricta lucha por el poder –sin que por supuesto sea posible abjurar de su urgencia–, sino además expresar una corriente viva que excede la trama de intereses manifiestos en una circunstancia dada. Ningún otro político ha sido capaz de entablar la disputa precisamente ahí, donde las palabras van acompañadas de una imaginación extensa e intensa y solo admiten ser pronunciadas en sordina para disputar, además de las cosas, el sentido de las cosas.

El resultado de esa partida –que pudiendo serlo no es entre opositores del arco político y que por el momento solo libra Cristina con la historia– es imprevisible, pero no todo es igualmente probable. Puede que nuestro investigador de 2074 –¿cuál será la connotación de la expresión “fondo buitre” en ese lejano año por venir?– considere a la Argentina de 2014 una época de estropicio institucional administrada por una autócrata que antepuso la conveniencia personal a los intereses populares –alternativa en la que mi imaginación no logra mantenerse por mucho tiempo sin sentir cierto absurdo y hasta cierta imposibilidad–.

O puede que, luego de su examen de la época, el imaginario ciudadano de 2074 deplore no haber sido contemporáneo de uno de los momentos más intensos de la historia latinoamericana y de uno de los más interesantes gobiernos de la historia argentina, que como quizá ninguno antes supo crear las condiciones para la obra de la igualdad –que efectivamente incrementó– sin sacrificar a ella las libertades civiles, y supo también hacer de la Argentina un país más justo (material y simbólicamente) en estricto apego a las instituciones.

Me resulta difícil imaginar algo muy distinto que esto último (pero sabemos que las imaginaciones difieren aún más que las razones) y siento una especie de nostalgia del presente. Somos contemporáneos de una rareza histórica de la que, acaso, sólo será del todo consciente nuestro historiador del futuro, quien tal vez una mañana de 2074, investigando la Argentina perdida de 2014 en alguna biblioteca remota en el tiempo, lea por azar esta página conjetural.


Lunes, 15 de septiembre de 2014

   

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