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POR VERÓNICA TORRAS
La escena invertida
¿Por qué reaparece en el escenario político actual la referencia a la justicia por los crímenes cometidos en el marco del terrorismo de Estado y su contracara, los años de impunidad? Ha estado presente en los discursos de la Presidenta de la Nación, en intervenciones de intelectuales en el Congreso de la Nación, en notas de opinión y posicionamientos políticos de diversos sectores y en la marcha del pasado 18F, donde los participantes coreaban “Nunca Más”.


La disputa por el sentido de los derechos humanos atravesó el debate público en los últimos años y reaparece con mayor fuerza en cada situación crítica. Podríamos fijar como su momento inaugural el discurso del presidente Néstor Kirchner en la ex ESMA, el 24 de marzo de 2004. Ese discurso, criticado por omitir la Conadep y el Juicio a las Juntas, no se centró en la reivindicación póstuma de aquellos hitos sino en la ruptura con la impunidad que los canceló, de la que fue cómplice el conjunto de la clase política (aludida en aquel discurso como “corporación”).

Desde entonces, las consignas históricas del movimiento de derechos humanos en Argentina fueron asumidas por el kirchnerismo como eje de su proyecto y sostenidas como política de Estado. Muchos han sido los cuestionamientos a este encuentro inesperado y no se han dirigido solamente al partido de gobierno o a los organismos, sino a discutir el concepto mismo de derechos humanos, y a disputar su potencia simbólica, escindida incluso de su origen.

En los últimos años hubo debates políticos e intelectuales que de modo indirecto expresaron la fortaleza de la cultura de los derechos humanos en nuestro país, planteando posiciones desde diferentes perspectivas críticas pero con valoración por el proceso de Memoria, Verdad y Justicia.

También se han generado controversias orientadas a banalizar y/o deslegitimar los derechos humanos en la consideración pública, debilitar el rechazo social al terrorismo de Estado y erosionar el juzgamiento de sus crímenes. En esta línea entiendo que debe ser inscripta la construcción de la muerte aún inexplicada del fiscal federal Alberto Nisman como la del gran hombre que se pone de pie frente al tirano. Observada con detenimiento, esta escena se compone de ciertas asociaciones forzadas que fueron previamente planteadas en intervenciones de este tipo. De hecho, fue a partir de su decisión de seguir adelante con los juicios, y no antes, que el gobierno nacional fue acusado de habilitar la cultura de la violencia y asociado con el gobierno peronista del 74/75, cuya reaparición se invoca hoy como amenaza. Por otra parte, se ha convertido en lugar común la referencia a los rasgos autoritarios de esta administración, cuando no su calificación lisa y llana como dictadura. El mismo gobierno que rechazó explícitamente la teoría de los dos demonios terminó siendo identificado tanto con la violencia de las organizaciones políticomilitares como con los peores métodos del Estado terrorista. En este último mes se ha deslizado con temeridad este nuevo rasgo asociativo. La democracia devino en violencia política, dictadura, y abruptamente, terrorismo de Estado. La verosimilitud de tan audaz transformación se apoya en la existencia de estos discursos previos.

Prestemos atención además a esta escena invertida. El fiscal que según las propias víctimas desatendió sus reclamos recibe los atributos que en nuestra historia le corresponden a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: enfrenta al poder homicida diciendo la verdad. Los reclamos que suscita su muerte se inscriben bajo las consignas históricas del movimiento de derechos humanos. El Gobierno es acusado del crimen y de pretender encubrirlo. Los que lo denuncian dicen estar bajo amenaza, al igual que las instituciones de la República.

Así, la impugnación del kirchnerismo a la convivencia naturalizada del sistema político con la impunidad –eje de aquel discurso inaugural de 2004 en la ex ESMA– retorna convertida en farsa. “Basta de impunidad” repican las nuevas multitudes, pero no hablan de lo mismo.

El único gobierno desde la recuperación democrática que vinculó el terrorismo de Estado con la imposición de un proyecto político y económico regresivo del que participaron sectores civiles de la sociedad, y que sostuvo una política de juzgamiento, por cierto acorde con esa visión, es inculpado. Lo que intenta poner en cuestión esta acusación sin pruebas no es la continuidad del gobierno kirchnerista sino la autoridad ética del Estado democrático para juzgar los crímenes de la dictadura cívicomilitar.


Martes, 24 de febrero de 2015

   

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