Por Fernando Martínez Heredia Mientras exista la opresión, la explotación y la dominación capitalista, no habrá equilibrio del mundo  Intervención en el Panel “Neoliberalismo, nuevos escenarios en América Latina y el Caribe y el equilibrio del mundo” en la II Conferencia Internacional “Con todos y para el bien de todos”, Palacio de Convenciones, La Habana, 26 de enero de 2016.
Las intervenciones de mis queridos compañeros de panel me han motivado mucho, como a los participantes que colman esta sala. Pero me atendré a la disciplina que me llevó a responder a la convocatoria con un texto para quince minutos de lectura. Sin embargo, como hermano que he sido de Pablo González Casanova y Francois Houtart en los afanes de estos últimos treinta años, en los que vivimos primero quince años de derrotas políticas de los pueblos y triunfalismo neoliberal, y después otros quince de auge de la causa popular, victorias y promesas, quisiera hacer un breve comentario previo a esa lectura.
América Latina tiene una historia regional singular en el mundo que ha sido colonizado y neocolonizado por el capitalismo. Considero que a partir de aquella historia hasta mediados del siglo XX, desde entonces hasta hoy existe una sola solución válida y eficaz a las necesidades y las crisis que ha confrontado y confronta: hacer revoluciones socialistas de liberación nacional.
Paso a mi exposición. Al abordar coyunturas, o tendencias económicas e ideológicas como es la del neoliberalismo, hay que partir de un dato esencial y básico, de larga duración, demasiado larga: el dominio en esta región del colonialismo, el neocolonialismo, el capitalismo y el imperialismo, con la complicidad y el entreguismo de sectores internos. Ese dominio ha impedido el desarrollo autónomo de las sociedades latinoamericanas y le ha acarreado incontables males a la mayoría de las personas, los países y el medio natural.
Son muchos y diversos los elementos que resultan comunes, o que nos unen o tienden a unirnos, pero al mismo tiempo nuestra región es sumamente heterogénea. Si unimos la indagación profunda y fundamentada con la conciencia comprometida, resultará necesario combinar los análisis de realidades, problemas, escollos, objetivos y proyectos comunes, con los atinentes a cada caso particular. Análoga será la necesidad en cuanto a la actuación: priorizar lo específico, pero tener siempre en cuenta los nexos, los condicionamientos y las influencias de la dimensión continental.
Nuevas realidades y un nuevo lenguaje han nacido y crecido en la América Latina y el Caribe, un continente que es vanguardia de esperanzas en el mundo actual. Las acciones de movimientos populares combativos, sobre todo contra los malos gobiernos, el empobrecimiento masivo, la pérdida de derechos sociales y la defensa de los recursos naturales frente a la depredación y la voracidad del gran capital, estuvieron en la base de las victorias electorales iniciadas a finales del siglo XX con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela. Se inició así una nueva etapa. Una parte de los Estados y gobiernos de la región, en grados diferentes, controlan los recursos naturales del país, despliegan políticas sociales favorables a sectores muy amplios de la población mediante redistribuciones de la renta y otras iniciativas, impulsan formas de democratización política y de la sociedad, y tienen actuaciones independientes que no se pliegan a Estados Unidos. Analistas clasifican como de izquierda o centroizquierda a los gobiernos de países en los cuales vive algo más de la mitad de la población de la región.
Ha crecido mucho la conciencia de la necesidad primordial de avanzar hacia una unión latinoamericana y caribeña. A partir voluntades políticas y nexos económicos se han anudado nexos bilaterales de nuevo tipo entre un buen número de países, y se han ido creando instrumentos multilaterales que constituyen pasos importantes hacia una integración continental. El establecimiento de relaciones amplias entre países de la región y otros países fuertes del mundo ha abierto nuevos espacios de concertación económica y política a escala mundial que resulta muy positivo para el desempeño y los objetivos de la parte latinoamericana.
Pero existe un mundo, más acá de los grandes números y palabras, en el que la vida es muy difícil. Las realidades seculares de desigualdades, pobreza y miseria en que han vivido las mayorías de América Latina se agravaron a consecuencia del desastre social que conllevó la implantación del neoliberalismo. A pesar de los notables avances en este siglo, esta región es la más desigual del planeta, que registraba hace un año 167 millones de personas viviendo en la pobreza y uno de cada cinco menores de quince años en la indigencia, como destacó el presidente Raúl Castro el 28 de enero pasado, en la III Cumbre de la CELAC en San José de Costa Rica. En la víspera de la IV Cumbre, la CELAC informaba ayer que se mantiene igual el número de pobres, de ellos setentaiún millones en extrema pobreza. Estamos en un momento temprano de los cambios y del largo camino que necesita recorrer y reclama el continente. Se han acumulado logros, fuerzas y expectativas, pero desde puntos de partida que no han destruido los sistemas de dominación, sus reglas de juego político, su legalidad y sus aparatos ideológicos. La coalición y las coordinaciones que impulsan la fase actual de autonomización continental son profundamente heterogéneas.
En los procesos en curso confluyen dos desafíos de gran magnitud e importancia crucial. Por un lado, las enormes insuficiencias, dificultades y enemigos de los que aspiran a la autonomía real, al bienestar de las mayorías o a la liberación de las dominaciones, que son tres posiciones diferentes que pueden o no ir unidas. Por otra parte, los retos gigantescos que confrontan los intentos de lograr, defender, consolidar y hacer avanzar relaciones sociales, motivaciones y conductas individuales, instituciones, estrategias, ideales y proyectos que permitan la emergencia de nuevas sociedades y de vínculos solidarios que vayan desde las relaciones interpersonales hasta el ámbito de toda la región. Y una constante a la que volveré a aludir más adelante sobredetermina las dificultades: las presiones, extorsiones y agresiones de Estados Unidos.
Las situaciones de deterioro que confrontan hoy Venezuela, Argentina y Brasil son incomparables entre sí, aunque ellas tienen en común la ofensiva reaccionaria y la influencia negativa que tienen ellas sobre la región. Está ganando terreno la idea de que América Latina vive el final de un ciclo. Esa generalización ambigua pretende abarcar al medio heterogéneo referido. Está en juego si sería el fin de un ciclo que ha producido cambios muy notables en el bienestar de millones, pero también en su actuación social y política, y en sus representaciones de posibilidades personales y familiares y de su lugar en la sociedad. Y al mismo tiempo, si será o no el final de un ciclo en el que la idea de liberación nacional, social y humana, ha generado entusiasmo, participación y esperanzas, y se ha recuperado la noción de socialismo.
Los análisis que se basan en la dimensión económica privilegian variables tales como la baja de los precios internacionales del petróleo y otras mercancías exportables del sector primario, la apreciación del dólar y el fuerte descenso de la dinámica de crecimiento de la economía mundial. Pero la vulgarización coloquial de esa dimensión no realiza análisis, sino que acude a dogmas que fueron lugares comunes durante décadas dentro de la mayor parte de las izquierdas, que hacen depender la vida social, incluidos sus cambios revolucionarios, de abstracciones seleccionadas de la dimensión económica de la sociedad. Eso no es cierto, ningún proceso revolucionario ha sucedido a causa de los avatares de esas abstracciones, ni ha triunfado, se ha sostenido o ha fracasado a causa de ellas. El movimiento histórico no puede explicarse por la “base económica”.
Todas las revoluciones reales han sucedido en países mal llamados “subdesarrollados”. Por esa causa y por la acción de sus enemigos padecen una situación adversa constante en el terreno económico, que en determinadas coyunturas puede llegar a ser de crisis o casi desesperada. En realidad, los países con poderes y transición socialista, y los que han producido transformaciones en esa dirección, no cuentan con un modo de producción enteramente socialista, ni autónomo. En proporciones diferenciadas, tienen también formas económicas de capitalismo y sostienen relaciones con el sistema capitalista mundial, su mercado internacional, su sistema financiero y otros aspectos sensibles. Lo esencial, lo decisivo que permite considerarlos procesos de cambios y liberación es que tienen poder político y militar y gozan de consenso y confianza de las mayorías, que ejercen control político sobre sus economías para tratar de ponerlas en función de las necesidades del pueblo y del poder que ejercen, y regulan las relaciones de su economía con el capitalismo internacional. Aun así, un buen número de variables queda fuera de su control.
Pero si esos poderes se sostienen con determinación pueden conservar su fuerza y su encanto, y el pueblo los apoya y les ofrece su abnegación, sus acciones y sus iniciativas. La Cuba de la primera mitad de los años noventa brindó una prueba ejemplar. Hoy resulta de vida o muerte combatir el fatalismo que contienen las posiciones que aceptan nociones como la de “fin de ciclo”, porque en coyunturas difíciles se convierten en derrotismo y desmoralización.
En esta situación de insuficiencias del pensamiento social parece normal atenerse a una gran parte del lenguaje del capitalismo, o a las ideas y las prácticas que se consideran lógicas o inevitables, las cuales sirven para explicarse o para justificarse. Una corriente ha insistido durante estos últimos 25 años en que se recorten los objetivos, las acciones, la política y las ideas, con el propósito de conseguir o no perder al electorado, no asustar a la “clase media” ni a los inversionistas, y ser en suma una izquierda respetable a los ojos de las mayorías, a las que conciben sobre todo como votantes en los sistemas electorales. Ahora surge el temor de que por no haberse sido suficientemente “progresista” vaya a triunfar por todas partes el “atraso” que porta una derecha aparentemente más sagaz y capaz de engañar a millones de incautos. Ante los resultados recientes de Argentina y Venezuela, algunos llegan a creer que si los miserables, hambrientos y faltos de esperanza son elevados material y socialmente se vuelven “de clase media” y votan contra sus propios benefactores.
Hay un hecho innegable: el imperialismo norteamericano y sus aliados subordinados en cada país en cuestión –que no quieren ceder su poder, su lucro y sus privilegios– están a la ofensiva. Hacen una guerra sin cuartel a base de la formación de opinión pública mediante su control de los medios de comunicación, el temor y los hábitos conservadores, la guerra económica que deteriora la vida de amplias capas de población, políticos corruptos que ocupan cargos y arruinan y desprestigian el proceso, magistrados que son sirvientes de la clase dominante, y la utilización de enormes recursos materiales para campañas que incluyen la compra del voto de personas y familias que viven en extrema pobreza. Sus formas de subversión siguen vigentes, pero están operando dentro de las reglas del juego del sistema capitalista neocolonial, donde la alternancia de gobiernos y corrientes ideológicas no ha implicado nunca un peligro mortal para el sistema de dominación. Un requisito de esa ofensiva es amagar con el caos y la violencia, y asustar a los timoratos, pero sin salirse de las reglas electorales y de política que caracterizan a los períodos en que rige la democracia burguesa.
La situación está exigiendo revisar y analizar con profundidad y con espíritu autocrítico todos los aspectos relevantes de los procesos en curso, todas las políticas y todas las opciones. Esa actitud y las actuaciones consecuentes con ella son factibles, porque el campo popular latinoamericano posee ideales, convicciones, fuerzas reales organizadas y una cultura acumulada. Una enseñanza está muy clara: distribuir mejor la renta, aumentar la calidad de la vida de las mayorías, repartir servicios y prestaciones a los inermes es indispensable, pero no es suficiente. Alcanzar victorias electorales populares dentro del sistema capitalista, administrar mejor que sus pandillas de gobernantes, e incluso gobernar a favor del pueblo a contracorriente de su orden explotador y despiadado, es un gran avance, pero es insuficiente. Vuelve a demostrar su acierto una proposición fundamental de Carlos Marx: la centralidad de una nueva política en la actividad del movimiento de los oprimidos, para lograr vencer y para consolidar la victoria.
Estamos abocándonos a una nueva etapa de acontecimientos que pueden ser decisivos, de grandes retos y enfrentamientos, y de posibilidades de cambios sociales radicales. Es decir, una etapa en la que predominarán la praxis y el movimiento histórico, en la que los actores podrían imponerse a las circunstancias y modificarlas a fondo, una etapa en la que habrá victorias o derrotas.
Comprender las deficiencias de cada proceso es realmente importante. Pero más aún lo es actuar. Concientizar, organizar, movilizar, utilizar las fuerzas con que se cuenta, son las palabras de orden. No se pueden aceptar expresiones de aceptación resignada o de protesta timorata: hay que revisar las vías y los medios utilizados y su alcance, sus límites y sus condicionamientos. Y hacer todo lo que sea preciso para que no sea derrotado el campo popular. La eficiencia para garantizar los derechos del pueblo y defender y guiar su camino de liberaciones debe ser la única legitimidad que se les exija a las vías y a los instrumentos. Las instituciones y las actuaciones tendrán su razón de ser en servir a las necesidades y los intereses supremos de los pueblos, a la obligación de defender lo logrado y la confianza y la esperanza de tantos millones de personas. Esa debe ser la brújula de los pueblos y de sus representantes y conductores.
Solamente una praxis intencionada, organizada, capaz de manejar los datos fundamentales, las valoraciones, las opciones, la pluralidad de situaciones, posiciones y objetivos, las condicionantes y las políticas que están en juego, tendrá probabilidades de triunfar.
Un radicalismo ciego puede confundir y debilitar al campo popular, y resultar funcional a la dominación. A mi juicio, la posición acertada hoy es unir los ideales, los intereses y las actuaciones en una unidad de todos los factores que estén dispuestos a enfrentar las tareas y los peligros actuales, en pos de defender y consolidar la soberanía nacional. Al mismo tiempo, podrán conducir al pueblo los que luchen por defender y expandir el bienestar, las oportunidades y la capacitación de las mayorías para gozar de una vida digna, y por organizar la política como democracia al servicio del pueblo.
Mientras exista la opresión, la explotación y la dominación capitalista, no habrá equilibrio del mundo. La liberación de los seres humanos y las sociedades es lo que abrirá las puertas a la creación de un mundo nuevo, lo que permitirá que al fin podamos tener un equilibrio del mundo.
¿Parece demasiada ambición? Naturalmente. Pero es lo único factible. Termino apelando, en este asunto como en tantos, al magisterio de José Martí, el primer pensador americano que se planteó el mundo desde una visión moderna y a la vez crítica de la modernidad, desde un anticolonialismo total y una propuesta de liberación humana y social que reconciliara y hermanara la libertad con la justicia. Pero al mismo tiempo comprendió que debía dedicar su vida a la política práctica que echara a andar a su pueblo de manera efectiva por el largo camino a recorrer, y logró el prodigio de conciliar aquella visión tan trascendental con aquellas tareas inmediatas.
La vida, el pensamiento y la propuesta de Martí estuvieron regidos por ese axioma fundamental de la política revolucionaria. Lo expresó de manera más bien enigmática cuando su país natal parecía irremediablemente sometido al colonialismo, al escribir: “los locos, somos cuerdos”. Lo dijo claramente diez años después, cuando todavía no había forjado el partido revolucionario, el instrumento del gran cambio: “el único hombre práctico es aquel cuyo sueño de hoy será la ley de mañana”.
Y durante su colosal campaña de sembrar conciencia y organización, y preparar la guerra necesaria para vencer a los colonialismos y educar a un pueblo entero que fuera capaz de crear una república nueva, se ocupó de todo en detalle, pero sin ceder jamás un principio ni perder el rumbo. Combatió al mismo tiempo a los adversarios y a las divisiones, las debilidades y los prejuicios de los patriotas, conoció y tuvo en cuenta cuestiones esenciales de la situación y las tendencias que no eran visibles, y enfrentó las contradicciones entre el deber ser de los ideales y los problemas de estrategia y táctica, y los dilemas riesgosos que exigían decisiones urgentes. Pero fue capaz a la vez de inscribir todo eso en una concepción de una profundidad y un alcance excepcionales acerca de la república nueva y el mejoramiento humano, una propuesta de futuro que sigue vigente.
[1] Intervención en el Panel “Neoliberalismo, nuevos escenarios en América Latina y el Caribe y el equilibrio del mundo” en la II Conferencia Internacional “Con todos y para el bien de todos”, Palacio de Convenciones, La Habana, 26 de enero de 2016.
Miércoles, 3 de febrero de 2016
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