De bailes “procaces” y tertulias Por Felipe Pigna Los “escándalos” producidos en los bailes de carnaval en la Buenos Aires del último cuarto del siglo XVIII llegaron a los oídos del rey Carlos III, acercados por alcahuetes y aburridos que nunca faltan en ningún lado. Su “majestad” le pidió al virrey Vértiz que pusiera orden y el hombre de las luminarias le contestó que como se bailaba en toda España él creyó que la sana costumbre podría trasladarse a América sin mayores problemas y se quejó ante el rey sobre las amargadas y amargados que le habían escrito diciéndole: “se puede sin violencia inferir que, bajo un aparente celo por la honra de Dios, se han propuesto los autores de dichas cartas ocultar los particulares fines que verdaderamente les influyen, siendo cierto que dedicado yo por preciso desempeño de mi obligación de evitar pecados públicos no he distinguido tanta depravación de costumbres”. Y agregaba como muestra de su corrección, sin dejar de tirar una patadita en la enumeración, que prohibió que a los baños públicos “concurran promiscuamente clérigos, frailes, seculares, mujeres y personas de todas clases y sexos destinando con separación lugares para unos y otros y cuidando de su puntual observancia”. 1
Pero el virrey no podía evitar los bailes de negros que preocupaban a la “gente decente”, porque los negros que arman estos bailes, por cierto muy concurridos por blancas y blancos, “no sirven a sus amos con fidelidad y están en una continua inquietud, abandonan sus obligaciones y no piensan en otra cosa sino en la hora de ir a bailar”.
En contraposición, la imitación de hábitos de una ciudad cortesana hizo que se adoptara la costumbre de organizar rees periódicas en las casas de las familias más ricas, como forma de sociabilidad de elite y de ostentación de prestigio ante sus pares. Aunque es habitual que hoy se las recuerde como “tertulias”, en realidad este nombre se aplicaba a un tipo en particular.
Las tertulias eran rees, generalmente semanales, en principio convocadas con una función cultural como la lectura o declamación de textos, la interpretación de piezas musicales, las conversaciones sobre temas artísticos, científicos o de un interés especial para sus participantes. Pero también se realizaban saraos, rees en casas de familias de “vecinos”, que no tenían otra finalidad que la diversión, con baile, música y conversación.
Las tertulias servían de medida del prestigio de cada familia. Las más encumbradas recibían a las máximas autoridades -el virrey en Buenos Aires, los gobernadores en las capitales correspondientes, los obispos o principales miembros del clero de cada ciudad, los miembros del cabildo- y a ellas aspiraban a integrarse los que deseaban “pertenecer” al círculo de la elite local. Para hacerlo, era necesario ser ya contertulio habitual –es decir, pertenecer a la red de vinculaciones familiares y sociales de ese círculo– o concurrir con quien ya lo era. Por supuesto que ningún contertulio se atrevía a llevar consigo a personas que no se considerasen “adecuadas” por su rango o condición, en un protocolo no escrito pero puntillosamente respetado.
Mientras que en los saraos animaban la fiesta con su canto, ejecutando algún instrumento y sobre todo como parejas en el baile, en las tertulias es posible que el ama de casa, las demás integrantes femeninas de la familia y unas pocas amigas (llegadas acompañando a sus maridos contertulios) viviesen en su estrado condenadas a las “bagatelas” de las que se quejaba Belgrano, y que apenas les llegase el rumor de las “conversaciones serias” de los integrantes masculinos de la reunión. Para eso estaba la rotation, ya que en una noche se podían recorrer varias tertulias hasta encontrar la adecuada a los gustos de cada uno, pero claro eso lo podían hacer los varones solteros y las parejas legalmente constituidas. Mariquita Sánchez, hablando en nombre de las jóvenes de su edad decía que la vida de los tiempos coloniales era muy “triste y muy monótona”. Recién con la llegada de aires revolucionarios a la colonia, lo que ocurrió a partir de las invasiones inglesas, las cosas empezarían a cambiar.
Desde 1808, se hicieron famosas las tertulias de su casa en la calle formalmente llamada Unquera, y más conocida por todos como “del Empedrado” o “del Correo”, en la actual Florida al 200.
Según el siguiente relato, por lo de Mariquita pasaban todos los personajes más notables de la época y se discutía el futuro de la patria: “Mientras Beldar lucía su intimidad con Benjamín Constant y trazaba los caracteres de su talento y de sus doctrinas ante la atención encantada de los liberales que lo escuchaban, el coronel San Martín y el mayor Alvear combinaban la creación del Regimiento de Granaderos a Caballo, Rivadavia discurría el plan de la Sociedad de Beneficencia y Brown ofrecía a Balcarce, en premio de haber ganado la primera victoria argentina, dar su nombre al barco más velero de su escuadrilla, y es fama que la divisa de los patriotas fue celeste y blanca, no porque abundaran cintas de este color en las tiendas de la Vereda Ancha, bajo la Recova, sino en obsequio de un patriota galán a los azules ojos y blancura de jazmín de alguna niña porteña. Allí también acostumbraba leer don Vicente López y Planes sus vigorosas estrofas (en el mismo salón donde el maestro Parera concibiera la música de nuestro himno)”. 2
Aunque Mariquita en ningún escrito mencionó que haya sido allí que se tocó por primera vez del Himno Nacional, la tradición lo quiere así y hasta le pone dos fechas posibles: 14 o 25 de mayo de 1813. En la instalación del episodio tuvo mucho que ver el cuadro de Pedro Subercaseaux pintado en 1910, basado en las Tradiciones Argentinas de don Pastor Obligado y que hoy puede verse en el Museo Histórico Nacional.
Domingo, 2 de marzo de 2014
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