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SER POBRE O ESCLAVO EN LA COLONIA
Por Felipe Pigna
Juan Agustín García da un panorama de la vida de los sectores populares en la Buenos Aires colonial: “El proletario lleva una vida miserable, en pobrísimos ranchos edificados en terrenos baldíos, simple ocupante de los huecos de la ciudad donde se arma su choza. Come los restos del matadero, la limosna de la casa solariega. Si acaso se convierte en bandido, merodea en las quintas y chácaras con los indios alterados, los negros huidos. No tiene la menor idea de un posible mejoramiento social. En su concepto su situación es definitiva, como la de sus compañeros de miseria, indios y negros”.

Las “simpáticas” crónicas coloniales suelen pasar por alto la tremenda pobreza de aquella Santa María del Buen Ayre. Era tanta la miseria que les “molestaba”, les “afeaba la ciudad”, según decían los pioneros de un discurso inmoral que se mantiene intacto, indiferente al paso de los siglos y a la evidente lógica: los que afearon y afean la ciudad son los que condenaban y condenan a esos sectores a sobrevivir en esas condiciones infrahumanas.

Vértiz, el virrey de las luminarias, creó un Hospicio de Mendigos que incluía a los llamados “vagos por incapacidad mental”, y le ordenó al capitán de milicias de caballería, Saturnino de Álvarez, que hiciera una redada para “limpiar” la ciudad de menesterosos y enfermos mentales y, por si quedaba alguna duda, emitió otro bando en que se ordenaba “que todos esos pobres se presentaran en el término de 15 días en dicho hospicio prohibiendo en absoluto que pidiesen o les diesen limosna como que allí se les proporcionaba un bastante auxilio a su indigencia. [...] De esta providencia ha resultado que de tantos mendigos de uno y otro sexo como cruzaban estas calles sólo nueve son los existentes en dicho hospicio y entre éstos, cinco locos, sin que haya ocurrido más mujer que una infeliz parda natural de Guinea, vieja y achacosa, y que debe inferirse que todas las demás decían profesión de mendicidad y tenían por oficio este método de vida”.

El grueso del trabajo en la colonia recaía sobre las espaldas de las comunidades “indias” sometidas y de esclavas y esclavos. El despoblamiento de indígenas en la gobernación del Tucumán estuvo muy lejos de ser un cataclismo natural. Afectó, sobre todo, a los hombres llevados a la fuerza a servir en las minas de Potosí o en las haciendas tucumanas y salteñas. Algo similar ocurrió con los huarpes de la región de Cuyo, vendidos por los encomenderos a los hacendados y mineros de Chile. Esto convirtió a los “pueblos de indios” en “pueblos de indias”, ya que la población que quedó en ellos era preponderantemente femenina. A estas valientes mujeres, solas, porque su pareja les había sido arrebatada, pero acompañadas generalmente de muchos hijos pequeños a los que tenían que criar y alimentar como podían, les tocó la tarea de mantener la supervivencia de esas comunidades, en todos los aspectos, hasta que las razzias recurrentes para enviar mitayos al Alto Perú y las campañas militares y “traslados” forzados para reprimir las rebeliones de los valles calchaquíes, virtualmente dejaron sin mano de obra la región y comenzó la “importación” de esclavos negros, como lo atestiguan los datos sobre población descendiente de africanos mencionadas antes.

En los yacimientos mineros potosinos, los pocos y “costosos” esclavos africanos eran destinados principalmente a trabajos artesanales, más o menos calificados, y a actuar como capataces, por lo que ocupaban una posición relativamente “favorecida” respecto de las masas de trabajadores indígenas. En cambio, en el actual Noroeste, para fines del siglo XVIII eran la principal mano de obra en las haciendas, “ingenios” u “obrajes” –como se llamaba entonces a todo establecimiento manufacturero instalado en una hacienda– y talleres artesanales, cuya producción se destinaba, principalmente, a abastecer el rico mercado altoperuano con centro en la ciudad de Potosí. Hay que recordar que uno de los principales centros manufactureros de telas durante la colonia fue Córdoba, cuya producción salía sobre todo de los conventos. No debe llamar la atención, entonces, que en esa ciudad, como también ocurría en La Rioja, los principales propietarios de esclavos fuesen las órdenes religiosas.

Las condiciones de vida de esclavas y esclavos eran particularmente duras en lo que hace a la posibilidad de formar familia. En las órdenes religiosas, las “negras” eran objeto de una particular persecución para impedir que tuviesen “relaciones pecaminosas”, no sólo por la represión sexual imperante, sino para evitar que dejasen de resultar “útiles” durante sus embarazos y por el tiempo destinado a la crianza de sus hijos. Por otra parte, la tasa de procreación y descendencia entre esclavos, en el Río de la Plata, era particularmente baja. Entre las causas principales estaban las pésimas condiciones de vida a que eran sometidos, pero a ello se sumaba en muchos casos la decisión de no traer hijos esclavos al mundo. Como la condición jurídica de la madre determinaba la de su descendencia, el hijo de una esclava nacía esclavo.

Hay que recordar, además, que los estudios sobre la emancipación de esclavos entre 1776 y 1810 señalan que el 60% de los casos se debió a la compra de la libertad por el propio interesado o sus parientes, y que en el 40% restante lo que más abunda no son actos de “generosidad”, sino los de amos que por esa vía se libraban de mantener a “negras” y “negros” cuando, tras décadas de servicio, estaban demasiado enfermos, desgastados o “viejos” (45 años de edad, por ejemplo) para seguirles resultando provechosos.


Jueves, 6 de marzo de 2014

   

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