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ENTREVISTA A PATRICIA FEENEY SOBRE UNA INSPECCION CLAVE DE AMNISTIA INTERNACIONAL EN LA DICTADURA
“Me cambió la forma de ver la vida”
En 1977, Amnistía Internacional recibió el Nobel de la Paz por su trabajo contra la tortura en el mundo. En marzo de ese año, para el primer aniversario del golpe de Estado de 1976, había lanzado su informe sobre la violación masiva de derechos humanos en la Argentina. Página/12 entrevistó a la autora de ese documento, que tenía entonces 25 años

En 1976, cuando Patricia Feeney llegó a la Argentina en misión especial de Amnistía Internacional, AI aún no tenía sección argentina. Fue creada en los primeros años de democracia, en 1987, y hoy trabaja en temas con derechos de los pueblos indígenas, salud sexual y reproductiva, y derechos sociales y problemas de los migrantes. En el primer año de la dictadura, Amnistía sólo tenía 15 años de existencia pero una historia muy ligada ya a la pelea por los presos de conciencia (los encarcelados por su forma de pensar), contra el apartheid sudafricano y contra la tortura.

La visita de Amnistía Internacional de 1976 es menos recordada que la encarada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979, pero según Feeney generó un hecho importante: “Instaló en el mundo, y sobre todo en algunas capitales europeas, el nivel de atrocidades masivas que estaban cometiendo los militares argentinos”. El informe posterior a la visita, de 1977, deja en claro en aquel momento que ni la represión ni el golpe fueron una maniobra defensiva sino parte de un plan y revela el nivel extendido de naturalización de la tortura. Tanta, que uno de los entrevistados demostró saber cuánto tiempo duraban las marcas de la picana. A 37 años de distancia, vale la pena leer el informe completo haciendo clic en este link: http://bit.ly/1gJKNHY. A Patricia Feeney aquel viaje no se le borró de sus vivencias.

–Siempre recuerdo la visita a la Argentina porque fue un momento importante de mi vida –dijo el viernes a Página/12 desde Oxford, en una conversación telefónica–. Después de 1976 cambió mi visión de la realidad. La visita me cambió la forma de ver las cosas, de ver la vida.

–¿Qué elemento produjo el cambio?

–El miedo, sobre todo. Sentí miedo por primera vez. Antes de llegar a la Argentina pensaba que iba a experimentar temor, pero nunca tanto. Y también me marcó para siempre el contacto con los familiares de las víctimas. Me sentí muy cerca de sus esperanzas. Me sentí muy cerca de sus angustias. Llevé encima sus esperanzas y sus angustias durante muchos años, y en buena medida por eso me comprometí con la idea de contribuir a crear una comunidad de derechos humanos en el mundo.

–¿A quiénes recuerda?

–A Emilio Mignone. A Augusto Conte. A María Adela Antokoletz. Sucede que muchos de los desaparecidos eran de mi generación. Y sus padres, con los que yo hice contacto y en muchos casos lo mantuve, ya murieron. A muchas de las víctimas de entonces que sobrevivieron las seguí viendo. Juan Méndez, al salir de la prisión, terminó desarrollando una importante carrera en el campo de los derechos humanos.

–Juan es relator especial sobre Tortura en la ONU.

–Sí. Lo vi por última vez en Oxford, donde vivo.

–Patricia, ¿cuántos años tenía cuando viniste en la misión de Amnistía a la Argentina?

–En 1976 tenía 25. Ahora, 63. Pasó mucho tiempo, ¿no? Entonces era joven e impresionable.

–¿Está mal eso?

–No. Es la respuesta a los dramas humanos.

–¿Por qué empezó a trabajar en Amnistía Internacional?

–En parte por romanticismo. Y naturalmente porque me interesaban los derechos humanos.

–¿De dónde salían el romanticismo y el interés?

–De los relatos y las lecturas sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Sobre el Holocausto y la persecución a los judíos y a otras minorías. De la influencia de la Guerra Civil Española en el Reino Unido. A esa altura, además, había leído mucha literatura latinoamericana y había escuchado a la gran Mercedes Sosa. Una vez me crucé con Jorge Luis Borges en un restaurante. Me impresionó, pero fui tan tímida que ni siquiera pude decirle hola. Me gusta mucho la poesía de César Vallejo. Y para completar el marco de esa época hay que pensar que desde 1973 Europa empezó a recibir a los exiliados del golpe de Augusto Pinochet en Chile. Cuando terminé la universidad lo natural era que viajara por América latina. Al final no lo hice, pero un día me enteré de que una joven organización, Amnistía Internacional, fundada en 1961, buscaba alguien que supiera español. Yo no era una persona organizada para investigar, pero me aceptaron para trabajar en el departamento de investigación sobre América latina. Eso fue en enero de 1975. Trabajé fuerte todo el año.

–Tenía 24.

–Sí. Chica. Me interesó mucho el trabajo, por la multiculturalidad y porque había gente de todo el mundo. Aunque había pasado el tiempo, muchos de ellos seguían la tradición de solidaridad con los republicanos españoles de la Guerra Civil. Tenían mucho respeto por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU y esperanza en lo que podía hacer Amnistía Internacional. Había mucho que aprender para una joven universitaria.

–¿Qué había estudiado?

–Lenguas modernas en la London University. Miguel de Cervantes, por supuesto. Y viajé a España. Después cursé un Master en Estudios Latinoamericanos, que fue donde leí escritores de la región.

–¿Militaba en política?

–No, ni de lejos era un animal político. Tampoco mi familia tenía una relación con la política. Católicos escoceses, vinculados más bien al mundo de los negocios. La familia no entendía mucho lo que yo hacía. Y no eran tiempos fáciles en Londres. A comienzos de los ’70, el Ejército Republicano Irlandés realizó muchos atentados con bombas y se vivía un clima de incertidumbre.

–¿Quién escribió el informe de Amnistía sobre la Argentina?

–Lo escribí yo.

–Para una persona que se describe a sí misma como desorganizada es un texto muy metódico.

–Obviamente hubo colaboración del departamento legal de AI. Mi esposo, que es escritor, me ayudó estilísticamente. Fue un trabajo duro para el que me fue muy útil el informe previo sobre Chile, donde ya habían ido misiones de Amnistía Internacional.

–No sólo Amnistía aprendió de la experiencia chilena, ¿no? También los militares argentinos.

–Mucho. Aprendieron en dos sentidos. Por un lado, en el tipo de represión que debían ejercer. Por otro lado, en el modo de representación publicitaria de la violencia. Nada de matanzas abiertas. Nada de un Estadio Nacional de Santiago de Chile que sirviera de símbolo y despertara la atención mundial. El objetivo de los militares argentinos era cumplir con sus objetivos evitando la protesta abierta. Nosotros sospechábamos algo de eso, pero lo que vimos en la realidad fue mucho más impresionante. Por eso la Junta Militar argentina recibió el apoyo de tantos gobiernos. Por eso le llevó tiempo a la comisión de Derechos Humanos de la ONU construir el caso argentino. La Triple A, que yo había alcanzado a estudiar en Amnistía en mi primer año de trabajo, en 1975, con cuerpos destruidos por las balas y las bombas, fue reemplazado por otro mecanismo: el de las desapariciones sistemáticas. Así fue posible la represión de masas. Y el aprendizaje de los militares argentinos contribuyó a extender y a que fuera más eficaz la represión en todo el Cono Sur.

–La misión fue en 1976. James Carter asumió la presidencia de Estados Unidos el 20 de enero de 1977. ¿Hubo novedades?

–Sí. Con Jimmy Carter los derechos humanos quedaron colocados en el centro de las preocupaciones. Sin embargo, las violaciones masivas en la Argentina continuaron. Siempre pensé que el plan militar para las Malvinas fue una de las formas en que la dictadura buscó esconder las torturas practicadas en una escala descomunal.

–Vista la situación en perspectiva, ¿por qué la dictadura aceptó la misión de Amnistía Internacional?

–Militares como Luciano Benjamín Menéndez, el jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, decían abiertamente: “Hay que matar a todos los subversivos”. Y en las embajadas en Europa había gente más sofisticada que no creía en una “guerra” contra toda la población.

–¿Que no creía en la guerra sucia o que no quería mostrarla?

–Había gente de los dos tipos. Y por otra parte ya Amnistía Internacional tenía cierta reputación. En todo caso los más sofisticados deben haber pensado: “Sería bueno aprovechar la visita para mostrarle al mundo que somos civilizados”. Claro, me imagino que después habrán entrado en shock por la descripción que contiene el informe.

–¿Era posible que algunos ni siquiera supieran inicialmente hasta qué punto el plan era tan integral?

–Antes del golpe de Estado los informes hacían hincapié en asesinados en las calles, cuerpos destrozados, detenciones masivas... Hablaban de que se había terminado el tiempo de López Rega e Isabel Perón, que no había más Triple A. Puede ser que después, durante un tiempo, hubiera una falta de comprensión de lo que ocurriría luego del 24 de marzo de 1976. Además, los diplomáticos occidentales presionaron para que el gobierno argentino aceptara la misión de Amnistía Internacional. Todos creían que la misión no generaría ningún problema. Argentinos y extranjeros, evidentemente, pensaron que la misión era buena para la imagen de la Junta Militar y que podrían controlar todo.

–El informe es muy preciso. ¿Cuánto tardó en hacerlo?

–Queríamos escribirlo rápido. La misión fue en noviembre. Diez días que parecieron diez años. De regreso, recuperarme me llevó unos días. Trabajamos dos meses y medio y lo lanzamos para el primer aniversario del golpe, en marzo de 1977.

–¿Por qué acompañaron la misión dos parlamentarios, el británico lord Avebury y el congresista norteamericano Robert Drinan?

–Amnistía estaba muy preocupada por lo que podría pasar en la Argentina. La decisión apuntó a proteger la misión y los diplomáticos argentinos que negociaron la visita estuvieron de acuerdo.

–¿Les fascinaba que viajase un lord inglés?

–Algo de esnobismo había, sí. No lo conocían a lord Avebury. ¡Todavía se mantiene activo en cuestiones de derechos humanos! Está cerca de los 90 años y va a la Cámara de los Lores en bicicleta. Es una gran persona. Y Drinan venía de la Universidad de Georgetown.

–Congresista y jesuita.

–Un hombre eminente. Por eso sus entrevistas y mis visitas a sitios en la Argentina fueron tan intensas. Pero los militares se mostraron implacables. Nos quedó muy claro que no iban a parar la represión. Algunos fueron liberados, como Juan Méndez, pero muchísimos no, como Mónica Mignone. Fue clave el rechazo del gobierno a dar siquiera una lista. Y en las entrevistas, por ejemplo con el marino Gualter Allara, siempre había gente que daba vueltas y no era presentada.

–¿Por qué fueron a Córdoba?

–Porque los mensajes abiertamente más duros venían de Menéndez. Eso lo tenían registrado tanto el gobierno de los Estados Unidos como el del Reino Unido. Insistimos y fuimos. Todavía recuerdo la angustia de la familia del dirigente sindical René Salamanca. Los días más horribles de mi vida, aunque nosotros tuvimos la suerte de salir sanos y salvos y tuve la suerte de conocer a gente del coraje de Mignone, que buscaba a su hija Mónica, esa mujer tan bella que enseñaba en los barrios pobres de Buenos Aires. Preguntamos a un oficial por Mónica.

–¿Cuál fue la respuesta?

–“Si pudiera entregarles a Mónica Mignone lo haría, pero no puedo.” Yo pensé entonces que ya estaba muerta.

–Patricia, ¿qué hacés hoy en Oxford?

–Mi marido enseña Literatura inglesa. Y yo soy directora de una ONG, RAID, Rights and Accountability in Development.

–Derechos y transparencia en el desarrollo.

–Sí. Trabajé en Asia y mucho en Africa. En 1997, RAID hizo un trabajo importante investigando cómo fueron afectados los derechos humanos por la forma en que se privatizaron las minas de cobre en Zambia. Siempre estoy en lo mismo: la lucha contra la impunidad. El Plan Cóndor y la guerra sucia tuvieron un reverso. Hoy, el activismo en derechos humanos tiene una gran fuerza en la sociedad civil de todo el mundo.



Por Martín Granovsky.


Domingo, 23 de marzo de 2014

   

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