EL TORNEO DE LAS CUATRO ESTACIONES Y DE LAS EMOCIONES MULTIPLICADAS Lecciones para aprender del Mundial Brasil gastó más que los organizadores de las dos Copas del Mundo anteriores sumados. La ineficacia de la inversión en estadios, una carga para el sector público que no tiene justificación. Nos puede suceder a nosotros.
Este de Brasil será el Mundial de las cuatro estaciones. El jueves, cuando la Copa del Mundo se ponga en marcha con el encuentro entre el seleccionado local y Croacia, será otoño en San Pablo; al día siguiente, México y Camerún jugarán en Natal en primavera. La Selección Argentina cerrará su participación en el Grupo F, contra Nigeria, cuando ya sea invierno en Porto Alegre. Y, por ejemplo, uno de los cuatro partidos de cuartos de final se jugará en Fortaleza ya arrancado el verano...
País exuberante y generoso, Brasil demuestra que en ocasiones el desborde está ampliamente justificado. Este será también el Mundial de las emociones viscerales. Porque es incuestionable que la dicha de un país típicamente alegre le ha dejado paso a la furia, permitió que la ira saliera a la superficie, dejó que la bronca se expresara en términos muy elocuentes, autorizó a teñir de auténtico malhumor social ésta que pretende ser una verdadera fiesta de los pueblos pero que en realidad pagan muchos con su sacrificio para que solo se favorezcan unos pocos...
Este Mundial 2014 le cuesta a Brasil unos catorce mil millones de dólares. Más que lo que costaron Alemania 2006 y Sudáfrica 2010 sumados. Aproximadamente la cuarta parte de ese gasto se fue en la construcción o remodelación de estadios. Tuiteó Romario, el goleador del Mundial ‘94: “El Mané Garrincha de Brasilia es el tercero más caro del mundo, después de Wembley y el Stade de Suisse (en Berna): le costó a Brasil 1900 millones de reales”. Traducido, son casi 850 millones de dólares. Brasilia no tiene clubes de Primera que puedan usufructuarlo ni multitudes que vayan a llenar sus arquibancadas. Como en Manaos, que sólo tiene un equipo en cuarta división que lleva de tres a cuatro mil personas por partido. Como Cuiabá.
La presidenta Dilma intentó salvar la ropa en una reunión con corresponsales extranjeros en la que no se privó de criticar a la FIFA. “Nos dijeron que el sector privado iba a hacer lo necesario –afirmó, palabras más o menos–. Pero si no invertíamos nosotros, no había Mundial.” Según el portal de la Copa, unos 3513 millones de dólares dispensados por el gobierno federal para erigir estadios que se habían estimado en 1950 millones. Rousseff defendió las obras de infraestructura que le quedarán al Brasil, sobre todo porque, en buena parte, estarán terminadas después de la Copa del Mundo. Un gesto interesante, un menefreguismo frente a las altaneras exigencias de la FIFA, propulsora de elefantes blancos que pagan otros.
Ahí están los de Sudáfrica 2010, todos sufragados por el erario. De los nueve levantados, ocho tienen hoy, prácticamente, nula actividad, según indica un informe de la Universidad de Oxford. Cuando la UEFA les asignó la Eurocopa 2012 a Polonia y Ucrania, encomendó la construcción de ocho estadios nuevos. Ucrania gastó 1000 millones de dólares en dos estadios, en Kiev y Lviv; los otros dos, en Donetsk y Kharkov, fueron erigidos con inversión privada. Polonia, en cambio, soportó con las cuentas públicas la erección de las cuatro arenas, que le costaron 1500 millones de dólares. Dos años después, ninguno de los dos países está en la Copa del Mundo, aunque los ucranianos tienen otras cosas más importantes de las que ocuparse, pero la decepción por la eliminación acompaña en general una caída de interés. Dinero malgastado, ¿no es cierto?
Cuando Portugal organizó la Eurocopa de 2004, construir seis estadios de los 10 que reclamaba la UEFA le costó el doble de lo previsto. La mayoría de esos estadios públicos fueron cedidos a las comunas locales que, de pronto, sintieron el impacto del mantenimiento sobre sus modestas cuentas corrientes.
Según datos que facilitó la Universidad de Coimbra, el municipio de Leiria paga cinco mil euros diarios para mantener un estadio que está cerrado, sin uso, y destina el ocho por ciento de su presupuesto a pagar el préstamo con el que se erigió la arena, en la que apenas si se jugaron dos partidos del torneo; Algarve no tiene club de fútbol que utilice el estadio, por el que la intendencia gasta 2,1 millones de euros anuales, combinando el sostén y la deuda contraída. Peor está Aveiro, que calculó que le costaría menos demoler el estadio, en el que es local el BeiraMar, que seguir pagando los cuatro millones de euros anuales de costos que éste le genera.
La organización de un megaevento ya no es tan políticamente correcta ni popularmente deseada como se percibía en la época del revoleo de las sedes. En 2006, Alemania se gastó 1500 millones de euros en estadios, pero la incidencia del Mundial se calculó en alrededor del 0,13 por ciento del Producto Bruto Interno. Escaso impacto para semejante gasto.
Un caso llamativo es el que está sucediendo con los Juegos Olímpicos de Invierno del 2022. Con Sochi 2014 suscitando toneladas de críticas –y con los Juegos del 2018 ya concedidos a la ignota Pyeonchang, en Corea del Sur, en una elección que sólo concitó tres aspirantes–, los del 2022 no encuentran candidatos a transformarse en hogar. Krakow (Polonia) renunció a presentarse después de que el 70 por ciento de sus habitantes se opusiera a la idea, Estocolmo renunció en enero pasado, Munich lo hizo en noviembre. Davos y Saint Moritz declinaron la oferta el año pasado y Oslo está a punto de decidir lo mismo. Almaty (en Kazajistán) quedó en primera fila... Los Juegos Olímpicos, como los mundiales, empiezan a dejar de ser percibidos como citas con el prestigio para pasar a verse como lo que son, fenomenales oportunidades para el despilfarro.
¿A cuento de qué viene este repaso? No basta con mirar azorados las protestas cotidianas de los brasileños indignados como si eso ocurriera en cualquier otra parte del planeta. Porque ahora les ocurre a ellos y luego nos puede suceder a nosotros. Destapado el escándalo Qatar 2022, que ya está salpicando para los cuatro costados de la cancha, seguramente la FIFA ordenará una nueva votación, para sacar chapa de transparencia y, de paso, ahorrarse los problemas que le supone la necesidad de hacer jugar ese Mundial en enero de 2022 si la sede permanece en el emirato. Una fecha en que las temperaturas son más benignas en la zona, pero que despertarán la furia de los grandes clubes propietarios de los futbolistas –la materia prima con la que se organiza el Mundial, vale recordar– si se ven obligados a cederlos en plena competencia local y regional.
Esa sede irá probablemente a un país del Hemisferio Norte, como indica la tendencia, salvo que Australia (que perdió en la votación original) se ponga firme. Un estudio reciente del Instituto Danés para los Deportes indica que desde 2010 Europa organizó el 65 por ciento de todos los campeonatos mundiales (de cualquier deporte), a pesar de que sólo el 11 por ciento de la población mundial vive allí y que apenas el 30 por ciento de producto bruto mundial se produce en esas latitudes.
Pero es altamente probable que el Mundial 2030 aterrice en estas tierras, para celebrar el centenario de la primera Copa del Mundo, y que la Argentina y Uruguay liguen en conjunto esa oprobiosa carga. Para eso es imprescindible aprender todas estas lecciones.
Por Pablo Vignone.
Martes, 10 de junio de 2014
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