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POR CARLOS ROMERO
La doctrina del miedo
El diario de Mitre agita el fantasma que fomenta desde sus propias páginas con una frialdad implacable.


El discurso del miedo es inagotable y siempre rinde frutos para quienes estén dispuestos y sepan cómo utilizarlo. Dentro del arsenal discursivo, el pregón del miedo es un arma estratégica, tan antigua y simple en su funcionamiento como eficaz. Los que entonan esta proclama –y lo vienen haciendo hace siglos y en todas las geografías– están lejos de querer buscar una conjura para el miedo o una respuesta a su origen efectivo. Suelen pretender exactamente lo contrario. No se trata de exorcizar el temor sino de inocularlo. Su objetivo es agitarlo, expandirlo, dispersarlo, como quien sopla las brasas con la intensidad justa para que las llamas crezcan en lugar de apagarse.

En su extensa editorial del 20 de julio pasado, el diario La Nación publicó una suerte de actualización doctrinaria del discurso del miedo. Con detalle obsesivo, el medio fundado por Bartolomé Mitre en 1870 enumeró, uno por uno, los tópicos que suelen emplearse para desplegar ese relato, sin siquiera sonrojarse por hacer mención a la última dictadura militar, cuyos artífices siempre encontraron buena recepción en sus páginas de formato sábana. "Las actitudes temerosas de la ciudadanía, signo de las épocas más oscuras, han vuelto bajo nuevas formas y de la mano de los graves abusos de poder", resume el artículo, titulado "Miedo (parte I)" y aparecido en ese espacio donde La Nación despliega la savia de su pensamiento.

"Como en una tragedia griega –comienza el editorialista–, después de treinta años de democracia, el miedo ha reaparecido en la Argentina. Es un fantasma que silencia, reprime, somete y enturbia la vida de la población". Para uno de los diarios preferidos por los represores que aterrorizaron a este país, hoy todos los argentinos tienen miedo o deberían tenerlo, porque el miedo, desde su lectura, lo es todo.

"Empresarios que, por miedo, callan en público y ponen condiciones extremas a la hora de relatar en privado"; "intelectuales y artistas se autocensuran excluyéndose de la vida pública y soslayando encuentros personales" y "hasta hay amigos que ya no se frecuentan y familiares que dejaron de verse porque prefieren evitar las discusiones, los roces y las consecuencias que pueda provocar la simple divergencia de opiniones políticas".

El miedo es también parte de la geografía urbana. "El hombre de la calle tiene miedo", expuesto "al delito callejero en sus distintas modalidades". Todo allí es un peligro potencial y todos los personajes pueden ser agresores. La enumeración es asfixiante. "Las entraderas, las salideras, los arrebatos y los asaltos diurnos y nocturnos. Los motochorros, los hombres araña, los sacarruedas, los quemacoches, los lanzapiedras. Los secuestros reales y virtuales. Hay miedo en los colectivos, en los trenes, en las paradas, en los estadios. Los conductores están alertas en los semáforos y recelosos en las autopistas, soslayan las colectoras y dudan ante operativos policiales. Miedo ante bloqueos, piquetes y encapuchados. Atemorizan los reales y los falsos 'trapitos', limpiavidrios y cuidacoches".

El miedo es ubicuo, constante y multiforme, se adapta para estar siempre acechante al individuo. "Los chicos tienen miedo en la escuela, en la plaza, en los boliches", y a su vez "las maestras tienen miedo a los alumnos". En "las guardias de hospitales temen la irrupción de delincuentes heridos". Y "en barrios olvidados o en villas de emergencia, las familias tienen miedo por sus hijos y reclaman protección policial", pero "algunos policías tienen miedo de actuar como tales. La mayoría lo hace y muchos mueren con el uniforme puesto: pero otros son sumariados por hacerlo".

El Estado, definido por La Nación como un "enano de jardín ante la expansión del delito" y "un energúmeno para consolidar la hegemonía kirchnerista", no sólo se presenta como inútil frente el crimen organizado, sino "que no educa en valores ni para la inserción en un sistema que se cuestiona, prefiriendo El Eternauta a Domingo Faustino Sarmiento, el relato a la realidad, además de los bombos a los libros, que no muerden". Resulta interesante, en este torbellino de temores, la apelación del diario de Mitre a la obra máxima de Héctor Germán Oesterheld, en contraposición al autor del Facundo. En parte, porque ambos tuvieron sus experiencias con el miedo, aunque desde puntos diametralmente opuestos.

Sarmiento sabía del miedo. Incluso del terror. "El miedo es una enfermedad endémica de este pueblo. Esta es la palanca con que siempre se gobernara a los porteños; manejada hábilmente producirá infaliblemente los mejores resultados", escribía el sanjuanino en una carta fechada el 17 de junio de 1857, enviada a su comprovinciano Francisco Domingo de Oro. Pero, lejos del lamento, lo que hacía Sarmiento era relatar cómo había hecho el mitrismo –del que era parte– para derrotar con fraude a los "reformistas" y ganar las elecciones celebradas en marzo de ese año en Buenos Aires. De esos comicios surgieron los diputados que luego votaron al gobernador de la provincia, por lo que el partido liberal pudo conservar el control porteño de la aduana.

"Nuestra base de operaciones –agregó Sarmiento– ha consistido en la audacia y el terror que, empleados hábilmente han dado este resultado admirable e inesperado (…) algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad, acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros (…) en fin, fue tal el terror que sembramos entre toda esta gente con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición". Las líneas de esta carta fueron reproducidas por el historiador Jorge Abelardo Ramos en Las masas y las lanzas, primera parte de su obra Revolución y contrarevolución en la Argentina.

Oesterheld –a quien el editorial pone del lado del "relato" y "los bombos", en contraste a "los libros" y "la realidad"– también conoció el miedo y el terror. Guionista de historietas, escritor y militante político, fue perseguido por sus ideas y su obra. No lo acosaron los "motochorros" o "los falsos trapitos". Tampoco un "energúmeno", como define La Nación al gobierno de Cristina Fernández y sus funcionarios. Fue acorralado por un Estado terrorista, que no sólo lo secuestró y lo hizo desaparecer, sino que además realizó la misma faena con gran parte de su familia.

Los Oesterheld experimentaron el miedo, de ese que no aparecía en los artículos de la "tribuna de doctrina". Incluso hoy los ejecutores de entonces siguen contando con sus páginas para plantear exigencias a la democracia.

Por su militancia en Montoneros, Oesterheld acabó de escribir en la clandestinidad el guion de la secuela de El Eternauta, que apareció en diciembre del '76 en Skorpio. Ese año, con la dictadura tachando nombres en sus listas negras, la misma revista había reeditado la primera parte de la historia de Juan Salvo. A Oesterheld lo secuestró un grupo de tareas a fines de abril de 1977, en La Plata. Lo vieron en distintos centros clandestinos de detención y en 1978 se pierde su rastro. La represión también asesinó a sus cuatro hijas, dos de ellas, embarazadas al momento de ser secuestradas.

Quizás Oesterheld, su vida, su familia y sus personajes, dejen pistas para responder al temor paralizante. "Se me ocurre –escribió a modo de prólogo– que quizá por esta falta de héroe central, El Eternauta es una de mis historietas que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano".

Ante una sociedad presentada como peligro desbordante para el individuo, donde todos los rostros ajenos son rostros rivales, que empujan al aislamiento, a la persiana baja y al revolver en la mesa de luz, Oesterheld propone la salida colectiva. La resistencia grupal. La aventura de muchos. No sólo para superar el discurso del miedo, sino también para hacer frente a las verdaderas amenazas, esas que no suelen aparecer, ni ayer ni hoy, en los editoriales de La Nación.



Miércoles, 20 de agosto de 2014

   

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