POR RICARDO RAGENDORFER Las sotanas del infierno El verdadero papel de los capellanes en los centros de exterminio. Los curas no sólo "asistían" el alma de los represores. Tanto es así que el Vicariato Castrense fue el Batallón 601 de la Iglesia Católica.
La apropiación de Ana Libertad Baratti de la Cuadra involucró, con distintos grados de responsabilidad y conocimiento, a los siguientes altos dignatarios eclesiásticos de entonces: Pedro Arrupe –superior general de la Compañía de Jesús–, Jorge Bergoglio –provincial de los jesuitas y actual Sumo Pontífice–, Emilio Graselli –secretario del Vicariato Castrense– y Mario Picchi –obispo auxiliar de La Plata–, entre otros.
Este último informó al padre de Elena de la Cuadra –secuestrada en febrero de 1977 con un embarazo de cinco meses– que a la niña nacida en cautiverio la había tomado "una familia de bien, y no hay vuelta atrás". ¿Acaso el obispo obtuvo ese dato por boca del padre Cristian von Wernich?
Según Tiempo Argentino, al respecto, hay un diálogo estremecedor –según sobrevivientes del centro clandestino de la Comisaría 5ª de La Plata– que Von Wernich, en su calidad de capellán de la Policía Bonaerense, mantuvo con Héctor Baratti, quien en dicha mazmorra acababa de enterarse de que su mujer había dado a luz.
–Ustedes no deben odiar cuando los torturan –aconsejó el cura.
–¿Qué culpa tiene mi hija? –quiso saber Héctor.
La respuesta fue:
–Los hijos deben pagar las culpas de los padres.
Lo cierto es que este caso en particular pone de relieve la comprometedora sintonía de la jerarquía católica con la última dictadura.
No es un secreto que la cúpula local de aquel credo brindó un gran apoyo político y espiritual al régimen castrense, además de haber tenido un papel no menor en el ocultamiento de sus crímenes. En ello, sin ninguna duda, resalta la enorme influencia ejercida entre sacerdotes y militares por la organización ultraderechista francesa La Cité Catholique, fundada por Jean Ousset, cuya cosmovisión bailoteaba sobre la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista. Con esa lógica, los capellanes reconfortaban las almas de los represores, a veces muy turbadas por sus actos aberrantes hacia personas indefensas. En este punto, un interrogante: ¿a semejante "asistencia" se reducía el papel de los sacerdotes en las unidades de inteligencia o acaso les tocó un rol más activo y condenable?
En la historia de Von Wernich –condenado en 2007 a reclusión perpetua por 34 casos de privación de la libertad, 31 casos de tortura y siete homicidios en el inframundo del "circuito Camps"– se desliza una posible respuesta.
En un espectro más abarcativo, sólo en el lapso de los últimos meses hubo al menos cinco noticias sobre curas seriamente implicados en la dictadura por delitos de lesa humanidad. Uno de ellos es el padre José Mijalchik, quien supo ser habitué del centro clandestino del Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán. Otro, el padre Eduardo McKinnon, cuyas actividades inquisitoriales en el centro clandestino La Perla y en la Penitenciaría del barrio San Martín fueron notorias, según los testimonios vertidos en el juicio que ahora investiga la represión en Córdoba. También resalta el caso del sacerdote ítalo-argentino Franco Reverberi Boschi –refugiado en una parroquia de la ciudad italiana de Sorbolo–, cuyo proceso de extradición está en trámite; se lo acusa de interrogar a cautivos en el campo de exterminio conocido como La Departamental, en Mendoza. Y no menos comprometida es la situación del cura Alberto Espinal, quien está procesado por oscuras tareas en el circuito represivo de La Pampa. En ese lote, el recientemente fallecido sacerdote Aldo Vara ocupa un destacado sitial.
Desde 1976 –como capellán del V Cuerpo del Ejército, en Bahía Blanca–, a Vara se lo relaciona con hechos y circunstancias siniestras. El más conocido fue protagonizado por estudiantes secundarios cautivos en el Batallón de Comunicaciones 181. Allí conocieron al padre Aldo, quien les llevaba galletitas y cigarrillos, además de preguntarles cosas sobre sus vidas e ideas políticas. De modo casual, el tipo requería datos y nombres. Siempre se mostraba comprensivo y contenedor; pero, cuando los chicos le confiaban las torturas sufridas, él se replegaba en un incómodo silencio.
El caso de Vara es una muestra palmaria del papel protagónico de ciertos hombres de la Iglesia en el ejercicio del terrorismo de Estado. Un papel que giraba en torno a tareas concretas de inteligencia. ¿Pero se trata de ejemplos aislados? ¿Estos sacerdotes se extralimitaron en sus tareas pastorales o, por el contrario, sus escalofriantes trayectorias forman parte de una generalidad?
Un número razonable de coincidencias inclinan aquellas preguntas hacia la segunda alternativa. De hecho, entre todos los capellanes denunciados hay un mismo patrón de conducta: simular un vínculo confesional con las personas secuestradas sin otro propósito que el de obtener información. En los centros de exterminio, los curas picaneaban con la cruz. Un protocolo operativo que se extendía a familiares de las víctimas, ya sea para desalentarlos en su búsqueda con manipulaciones y maniobras extorsivas o, simplemente, para reunir más datos. Y con una frecuencia que sugiere el carácter orgánico de esas prácticas. En suma, no sería una exageración decir que el Vicariato Castrense fue el Batallón 601 de la Iglesia Católica.
El año pasado, en una comunicación telefónica con Tiempo Argentino, el cura Espinal –cuyas tareas represivas acababan de quedar al descubierto– profirió un jadeo casi canino al asimilar la primera pregunta:
–¿Cuál fue su reacción al enterarse del pedido de captura sobre usted?
–No sé de qué me está hablando. ¿Pedido de captura para mí?
–Sí. Por delitos de lesa humanidad.
–¡Qué barbaridad! Eso no tiene ningún fundamento.
–Se lo acusa de interrogar cautivos bajo tortura.
–¡Infamia! Sólo cumplí con la misión encomendada por monseñor (Victorio) Bonamín: brindar asistencia espiritual a los soldados.
–¿No siente culpa ante el recuerdo de esos cuerpos ultrajados?
–No he visto ningún cuerpo ultrajado. Sólo cumplí una misión.
–¿Se enorgullece de esa misión?
–Claro que sí; de eso no tenga ninguna duda.
Dicho esto, se oyó el click que dio por finalizada la comunicación.
Que su Dios se apiade de él.
Miércoles, 27 de agosto de 2014
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