POR FELIPE PIGNA Juana Azurduy, amazona de la libertad Qué bueno que el nombre de una mujer remita a canción y a poema gracias a aquel maravilloso trabajo de Félix Luna y Ariel Ramírez, “Mujeres argentinas” que inmortalizó la querida voz de Mercedes Sosa. Aquellas melodías y palabras permitieron que muchos argentinos se anoticiaran de la existencia de una extraordinaria luchadora que lo dio literalmente todo por la independencia de esta parte de América.
Y nunca está de más recordar que la lucha de las mujeres fue fundamental en aquella guerra gaucha, esa guerra corajuda y desigual que se libró sin recursos pero con mucho ingenio y una audacia sin límites. De un lado los ejércitos del rey, los mismos que venían de vencer a Napoleón. Del otro un pueblo decidido y comandado por gente que no hacía gala del ejemplo, lo ejercía. Aquellas mujeres no solamente eran excelentes espías y correos sino que algunas de ellas, como doña Juana Azurduy, comandaban tropas en las vanguardias de las fuerzas patriotas. Esta maravillosa mujer había nacido en Chuquisaca el 12 de junio de 1780, mientras estallaba y se expandía la rebelión de Túpac Amaru. Su familia la pensó monja y ella se pensó libre. Ganó Juana y hubo que sacarla del convento de Santa Teresa, según el parte de la Madre Superiora, por su irreductible conducta altiva. Afuera la esperaba la lucha y el amor de la mano del comandante Manuel Asencio Padilla, aquel que le contestaba al General Rondeau: “vaya seguro Vuestra Señoría de que el enemigo no tendrá un solo momento de quietud. Todas las provincias se moverán para hostilizarlo; y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos. El Perú será reducido primero a cenizas que a voluntad de los españoles.”
Juana era lo que se dice una revolucionaria de la primera hora. Participó con Padilla en la revoluciones de Chuquisaca y La Paz en 1809, y un año después alojó en su casa a Juan José Castelli, uno de los comandantes de las tropas patriotas que iba a cumplir su sueño de hacer la revolución en el Alto Perú. Juana colaboró hasta con lo que no tenía para abastecer a las tropas libertadoras que venían desde Buenos Aires.
Tras la derrota de Huaqui los realistas lograron rodear su casa en la que resistió como pudo junto a sus hijos, hasta que Padilla en una acción absolutamente temeraria logró liberar a su familia.
Juana ayudó a crear una milicia de más de 10.000 indios y comandó varios de sus escuadrones. Libró más de treinta combates, siempre a la vanguardia, haciendo uso de un coraje desmedido que se fue haciendo famoso entre las filas enemigas a las que les había arrebatado personalmente más de una bandera y cientos de armas. Su accionar imparable permitió recobrar del dominio español las ciudades de Arequipa, Puno, Cuzco y La Paz.
La pareja de guerrilleros defendió también a sangre y fuego del avance español la zona comprendida entre el norte de Chuquisaca y las selvas de Santa Cruz de la Sierra. El término guerrillero, que puede sonar setentista, es el que usaba el insospechable de tal cosa hasta por cuestiones cronológicas, general Mitre. En su muy interesante trabajo: “Las guerrillas en el Norte”, incluido en su Historia de San Martín, don Bartolomé describe el sistema de combate y gobierno conocido como las “republiquetas”, que consistía en la formación, en las zonas liberadas, de centros autónomos a cargo de un jefe político–militar. Hubo ciento dos caudillos que comandaron igual número de republiquetas. La temeridad de estos jefes revolucionarios y la crueldad de la lucha fue tal que sólo sobrevivieron nueve de ellos.
Quedaron en el camino jefes notables, de un coraje proverbial, extraordinarios patriotas como Ignacio Warnes, Vicente Camargo, el cura Idelfonso Muñecas, quien redactó una proclama que decía: "Compatriotas, reuniros todos, no escuchéis a nuestros antiguos tiranos, ni tampoco a los desnaturalizados, que acostumbrados a morder el fierro de la esclavitud, os quieren persuadir de que sigáis su ejemplo; echaos sobre ellos, despedazadlos, y haced que no quede aun memoria de tales monstruos. Así os habla un cura eclesiástico que tiene el honor de contribuir en cuanto puede en beneficio de sus hermanos americanos". La historia oficial los ha condenado a ser sólo calles, escamoteándoles a la mayoría de los argentinos sus gloriosas historias.
Juana lo fue perdiendo todo, su casa, su tierra y cuatro de sus cinco hijos, Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, en medio de la lucha. No tenía nada más que su dignidad, su coraje y la firme voluntad revolucionaria. Por eso, cuando los Padilla estaban en la más absoluta miseria y un jefe español intentó sobornar a su marido, Juana le contestó enfurecida: “La propuesta de dinero y otros intereses sólo debería hacerse a los infames que pelean por mantener la esclavitud, más no a los que defendían su dulce libertad, como él lo haría a sangre y fuego”.
Juana salvó a su marido que había caído prisionero en febrero de 1814 en una operación relámpago que dejó sin rehenes y sin palabras al enemigo.
El 3 de marzo de 1816 Padilla y Juana atacaron al general español La Hera cerca de Villar; allí Juana al frente de treinta jinetes, entre ellos varias amazonas, logró detener a los realistas, quitarles el estandarte, recuperar fusiles y cubrir la retirada de su compañero.
Juana fue una estrecha colaboradora de Güemes y por su coraje fue investida con el grado de teniente coronel de una división explícita llamada “Decididos del Perú”, con derecho al uso de uniforme, según un decreto firmado por el director supremo Pueyrredón el 13 de agosto de 1816 y que hizo efectivo el general Belgrano, quien debía entregarle el sable correspondiente, pero prefirió brindarle el suyo, el que lo había acompañado en Salta y Tucumán y durante el heroico éxodo jujeño.
Tres meses después, en el combate de Villar fue herida por los realistas. Su marido acudió en su rescate y logró liberarla, pero a costa de ser herido de muerte. Era el 14 de septiembre de 1816. Juana se quedaba sin su compañero y el Alto Perú sin uno de sus jefes más valientes y brillantes.
Juana siguió peleando junto a los comandantes Francisco Uriondo, el “moto” Méndez y los hermanos Rojas, para alistarse luego nuevamente en las tropas de Güemes. Cuando el “padre de los pobres” fue asesinado a traición en junio de 1821, decidió volver a su tierra. Estaba en Chuquisaca con su hija Luisa y su nieta Cesárea aquella tarde de noviembre de 1825 cuando al abrir la puerta se encontró nada menos que con el general Simón Bolívar, que quería tener el honor de conocerla. Fue un abrazo profundo, con pocas palabras, estaba todo muy claro pero para el Libertador se hizo necesario decir: “esta república, en lugar de hacer referencia a mi apellido, debería llevar el de los Padilla”.
Pero más allá de los halagos Juana seguía en la miseria y no recibía ni la pensión que le correspondía ni los sueldos adeudados por su rango de coronela. Fiel a su historia, tomó la pluma y escribió: “Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una hija que no tiene más patrimonio que las lágrimas.”
Bolívar le concedió a la heroica luchadora una pensión vitalicia de 60 pesos, que fue aumentada por el presidente de Bolivia, Mariscal Sucre, pero que Juana cobraba cada tanto hasta que dejó de cobrarla cuando la burocracia le ganó una de las pocas batallas que perdió en su vida. Juana murió en la soledad, el olvido y la pobreza, paradójicamente en una casa en la calle “España” en un humilde barrio de Chuquisaca, el 25 de mayo de 1862.
Lunes, 15 de septiembre de 2014
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