Los corsarios de la Patria Por Felipe Pigna Juan Larrea nació en Mataró (Cataluña, España) el 24 de junio de 1782. Llegó a Buenos Aires a principios del año 1800 y se instaló como comerciante. Pese a ser español de nacimiento, simpatizó con la causa patriota e hizo grandes contribuciones económicas para el éxito de la Revolución. Fue vocal de la Primera Junta, pero al igual que varios de sus compañeros morenistas perdió su cargo en 1811 y fue desterrado. Regresó a Buenos Aires en 1812 y al año siguiente participó activamente de las sesiones de la Asamblea General Constituyente. Desde la jefatura del Ministro de Hacienda fue uno de los principales impulsores de la creación de la flota naval el 28 de diciembre de 1813 al mando del irlandés Guillermo Brown. Había que expandir y cuidar la revolución y el ministro Larrea elaboró un ambicioso proyecto: enviar un barco a las Filipinas con el objeto de entorpecer el comercio y el aprovisionamiento de las fuerzas españolas del Pacífico. Larrea sugirió para la tarea a su paisano, el catalán Antonio Toll y Bernadet, que había entrado al servicio de la escuadra del almirante Guillermo Brown, la incipiente armada nacional que contribuyó a la rendición del bastión realista de Montevideo en 1814.
El 10 de septiembre de aquel año, el bergantín Primero al mando de Toll zarpó de la Ensenada con la bandera argentina a tope con la orden de “destruir el comercio español, llevar la noticia a las Filipinas de la derrota por los españoles en Martín García y Montevideo y encender el fuego de la revolución en aquellas regiones españolas de donde reclutaban sus mejores marineros y alejar en su persecución los cruceros españoles del Atlántico”.
El capitán Toll logró sus objetivos; llegó hasta Calcuta (India) y fue el primero en hacer flamear nuestra bandera en aquellas regiones, hostilizando permanentemente a la flota española.
En 1815 comenzó la campaña de corso dirigida por Guillermo Brown. El marino irlandés armó por su cuenta la fragata Hércules y el gobierno aportó el bergantín Santísima Trinidad, que estaría a cargo de Luis Brown. Completaba la flotilla la corbeta Halcón comandada por Hipólito Bouchard. La Halcón escoltaba a la fragata Constitución que transportaba a un grupo de patriotas chilenos trasladados clandestinamente para desarrollar tareas de agitación contra los realistas del otro lado de la cordillera.
Brown y Bouchard acordaron un punto de reunión en la isla de Mocha, en el Pacífico Sur frente a las costas chilenas. La isla era famosa por ser el centro de reunión y negociación de los filibusteros y piratas ingleses, franceses, holandeses y portugueses desde el siglo XVII.
Para llegar a la cita las tres naves debieron atravesar el pasaje de Drake con grandes dificultades. Pero la reunión cumbre se produjo justo a tiempo y ya en octubre de 1815 pudieron apresar varias naves españolas 1 y lanzarse hacia su objetivo, atacar y bloquear el centro del poder español en América del Sur: el puerto de El Callao. Hacia allí fueron aquellas dos naves contra la flota española anclada en las cercanías de Lima. La encarnizada defensa de los españoles los esperaba desde los castillos del Real Felipe, San Miguel y San Rafael, con sus 150 cañones. Desafiando ese enorme poder de fuego, Brown y Bouchard bloquearon el puerto por tres semanas y capturaron nueve buques enemigos. Entre sus prisioneros se hallaban el gobernador de Guayaquil, el duque de Florida-Blanca y su sobrina, la condesa de Camargo.
En El Callao, que lucía hasta entonces con orgullo la condición de invicto, cundió el pánico. Quienes tenían algo que perder, los explotadores propietarios de minas y haciendas, comenzaron a trasladarse a sus fincas del interior con sus tesoros, temerosos de que fuesen presa de los corsarios argentinos.
Con la flota engrosada por las capturas, siguieron viaje hacia el Ecuador y atacaron las fortificaciones cercanas a Guayaquil.
La nave de Brown, la Santísima Trinidad quedó varada por una bajante, fue atacada desde tierra con un saldo de varios muertos. El enemigo comenzó el abordaje. El irlandés intentó una acción desesperada, arriando la bandera nacional y arrojándose al agua. Pero, rodeado de caimanes amenazantes y en medio de un feroz tiroteo, debió volver al buque, donde los españoles estaban fusilando y pasando a degüello a todos los sobrevivientes. Brown, hombre de pocas pulgas, encendió una antorcha y con cara de pocos amigos amenazó con arrojarla a la santabárbara. 2 “En el momento que subí a cubierta –cuenta Brown – la matanza comenzó en popa a estribor; la escena que siguió fue horrible; largos y filosos cuchillos trabajaban en gargantas y corazones de nuestros miserables heridos, quienes por pérdida de sangre de una pierna o de un brazo no podían arrastrarse. Tomé un machete en una mano y un fanal encendido en la otra y me dirigí a la santabárbara pidiéndole al capitán de la Consecuencia que se encontraba prisionero a bordo, a mi paso por su cabina, que subiera a cubierta y tratara de salvar las vidas de mis hombres haciendo poner fin a los asesinatos a sangre fría que tenían lugar, informando al gobernador o al jefe de las tropas que Brown, el comandante en jefe de la expedición patriota, estaba en la santabárbara con la determinación de volar el buque y toda alma de a bordo por los aires si él, sus oficiales y gente no prometían darles trato de prisioneros de guerra bajo palabra y honor del gobernador.” 3
Los españoles no quisieron convertirse en los primeros astronautas del nuevo mundo y prefirieron suspender los asesinatos. Sólo cuando se le garantizó efectivamente el fin de la matanza y el respeto por la vida de los sobrevivientes, Brown, con la bandera argentina por todo vestido, se entregó a las autoridades españolas.
Miércoles, 25 de septiembre de 2013
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