POR VICENTE PRIETO El golpe en Brasil entra en momento de definición A dos meses de la suspensión de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil vive una situación de conflicto institucional y social en torno a un golpe de Estado que se muestra cada vez más escandaloso.
Recordemos brevemente el proceso: Dilma fue enjuiciada primero en los medios privados de comunicación, que instalaron genéricamente la idea de corrupción y ofrecieron el marco para una ofensiva de los sectores más conservadores de la sociedad, que controlan el Parlamento. Sobre esta base, la derecha impulsó un proceso de impeachment (destitución) de la presidenta, acusándola de irregularidades fiscales.
A pesar de los esfuerzos mediáticos por vincular a Dilma al caso Lava Jato -donde se investiga sobornos de empresas a políticos de casi todos los partidos-, la única acusación concreta contra Dilma estuvo referida a las “pedaladas fiscales”. Este es un mecanismo utilizado para postergar contablemente pagos a los bancos y así maquillar las cuentas. Pero no implica robo de fondos y por lo tanto se convierte en un argumento débil para reemplazar a la voluntad popular por la de un Congreso desprestigiado.
Pese a lo endeble de la acusación, el impulsor del juicio político y presidente la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, alcanzó una mayoría superior a los dos tercios en una sesión escandalosa, donde hubo quienes votaron por Dios, contra el comunismo y hasta por el torturador de la presidenta durante la última dictadura militar. El expediente pasó al Senado, que el 12 de mayo definió suspender a Dilma, consumando la primera parte del golpe institucional. A partir de allí, se abrió un proceso de defensa de la presidenta, que culminará en agosto, cuando el Senado tendrá que votar nuevamente para definir si confirma la destitución. Para esto, la derecha deberá contar con los 2/3 de los votos.
El gobierno interino surgido del golpe, encabezado por quien era el vicepresidente, Michel Temer, atravesó estos dos meses de ejercicio con más complicaciones que logros, pero decidido a llevar adelante dos objetivos. Por un lado, el proceso de ajuste fiscal exigido por los sectores más concentrados. Por otro, un viraje geopolítico para realinear a Brasil con el eje conducido estratégicamente por EEUU. No casualmente el primer gobierno en reconocer a Temer fue el de Mauricio Macri y pocos días después, Argentina fue el primer país visitado por el canciller golpista José Serra, en viaje de legitimación que fue recibido por una movilización de repudio frente a la Cancillería.
Las primeras medidas mostraron el carácter de un gobierno sin mujeres ni negros en el gabinete. Recortes de programas sociales y eliminación de ministerios considerados superfluos alimentaron el ya extendido rechazo popular.
Las movilizaciones, que se suceden en forma permanente aunque no tengan la atención mediática, lograron hacerlo retroceder con la supresión del Ministerio de Cultura. Pero la agenda del golpe se propone ir más allá, con medidas drásticas de ajuste como la reforma previsional -que incluye la elevación de la edad jubilatoria universal a 65 años- y la privatización de entidades públicas, entre ellas la empresa de correos, la Casa de la Moneda y 230 compañías de electricidad regionales que cuentan con participación del Estado.
La frutilla del postre de este proceso, y una de las razones fundamentales del golpe, tiene que ver con la “apertura del Presal”, la mayor reserva de petróleo brasileña, ubicada bajo la plataforma submarina. La medida ya fue aprobada por la Cámara de Senadores el 23 de mayo y ahora debe pasar por Diputados. El objetivo es eliminar el piso del 30% de participación operativa mínima de Petrobras, habilitando un negocio mayor para el sector privado, conformado por un puñado de grandes trasnacionales.
Estas reformas neoliberales se dan en un contexto de creciente ilegitimidad del gobierno. Mientras se agrava la crisis económica, aparecen además nuevas evidencias sobre la corrupción del bloque derechista, sobre los objetivos del golpe y también sobre la inocencia de Dilma.
Dos semanas después de la asunción de Temer, dos de sus ministros debieron renunciar. Audios filtrados desde la investigación de casos de corrupción revelaran conversaciones donde varios políticos derechistas delineaban una estrategia para frenar el proceso judicial que los involucra, lo cual incluía quitar a Dilma del gobierno.
Luego, la Comisión Especial de Impeachment (CEI) del Senado brasileño, en un informe de 223 páginas, concluyó que no existen pruebas que vinculen a la presidenta Dilma Rousseff con el caso de “pedaleo fiscal”. De los cinco cargos que inicialmente se le imputaron, ya se descartaron dos. Ninguno de los restantes tiene el carácter suficiente para justificar la destitución, pero como ya es evidente, esto no es determinante, sino la relación de fuerzas políticas, atravesadas por múltiples factores.
Más recientemente, el principal impulsor del impeachment, Eduardo Cunha, tuvo que renunciar jaqueado por los procesos judiciales por casos de corrupción.
Mientras tanto, la movilización continúa y también crece la persecución a militantes populares, como ha pasado con el Movimiento Sin Tierra (MST) y el Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST).
A pesar del respaldo del poder económico, de los grandes medios de comunicación y de los organismos internacionales – entre ellos, de la OEA-, el gobierno golpista no termina de estabilizarse y el escenario sigue abierto.
Para agregarle más condimentos a la guerra cruzada de propaganda, en agosto Brasil será anfitrión, por primera vez en su historia, de los Juegos Olímpicos. Las próximas semanas mostrarán a los diferentes actores haciendo su juego, mientras se acerca cada vez más el momento de definición en el Senado, que abrirá una nueva etapa en el desarrollo de esta confrontación, clave para el continente americano.
Sábado, 16 de julio de 2016
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