GOLPE A GOLPE De la Honduras de Zelaya a la Bolivia de Evo América Latina tiene la derecha más depravada, pusilánime, corrupta e iletrada del mundo. Está dispuesta a quemar en la hoguera a un país entero con tal de no ceder ni un céntimo de sus ya monumentales beneficios. Respaldada por Washington, aliada al militarismo golpista y embebida de una ideología involutiva, las derechas continentales actúan como si los países de los cuales extraen sus riquezas fueran para ellas un mero exilio y no la patria original.
El destino de golpes y destierros de seis presidentes latinoamericanos de orientación socialdemócrata es un retrato fantasmagórico de la carga destructiva que las castas oligarcas de América Latina están dispuestas a activar. Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay, Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil, Rafael Correa en Ecuador y ahora Evo Morales en Bolivia han sido los tótems malditos de un ala ultraconservadora que no dudó en desparramar muerte y represión para apartar del poder a una opción política que, más allá de sus retóricas, se asemejaba más a una socialdemocracia con perfil redistributivo que a una revolución socialista. El expresidente norteamericano Barack Obama fue el primero en inaugurar el siglo y entregar envuelto en papel castrense un golpe de Estado. Ocurrió en Honduras, en 2009. En junio de ese año, con la pueril excusa de una supuesta “traición a la Patria”, Manuel Zelaya terminó destituido, expulsado y exiliado (República Dominicana) por las fuerzas armadas en cumplimiento de una orden de la Corte Suprema de Justicia. Se trató de una obscena patraña cuyo único objetivo consistía en impedir, entre otras cosas, que Zelaya llevara a cabo un plebiscito sobre una Asamblea Nacional Constituyente. Con Honduras se inauguró la fase del nuevo golpismo a través de la construcción masiva de un relato contaminante. Los medios y las redes sociales adquirieron en Honduras el perfil que hoy le conocemos: se volvieron armas de disuasión masiva armadas con falsedades. El 28 de junio de 2009, Zelaya, en ropa interior, fue sacado a la fuerza de su residencia por los militares y expulsado del país. No le perdonaron su plebiscito ni su alianza con el eje liderado por el difunto presidente venezolano Hugo Chávez.
Fernando Lugo, en Paraguay, corrió una suerte similar. El “obispo de los pobres” había sido el segundo presidente de izquierda que llegó al poder después del corto periodo presidencial de Rafael Franco (1936-1937), otro desterrado. Ganó la presidencia en abril de 2008 y terminó destituido en junio de 2012 por un voto mayoritario de la Cámara de Diputados por un supuesto “mal desempeño” de sus funciones. Como en Honduras, la caída de Lugo resultó de un relato armado con minuciosa eficacia a partir de hechos reales pero alterados en beneficio de la destitución. En Ecuador, Rafael Correa gobernó por un periodo de 10 años, entre enero de 2007 hasta mayo de 2017. Su plataforma política, económica y social, así como su interlocución con la población indígena de Ecuador, hicieron de Correa un presidente de ruptura con respecto a los anteriores. Tampoco se lo perdonaron, sobre todos los medios hegemónicos acostumbrados a manipular todo el espacio de la comunicación y los negocios. Su ya famosa “revolución ciudadana” trascendió las fronteras de Ecuador hasta volverse el argumento central de partidos de la izquierda radical europea como fue el caso de Francia Insumisa (Jean-Luc Mélenchon). Pero las castas no admiten procesos de transformación profundos. Correa sacó a millones de personas del marginamiento (según el Banco Mundial, la tasa de pobreza en Ecuador pasó del 36,7% en 2007 al 22, 5% en 2014), otorgó derechos a las personas LGBT+, modificó la relación de fuerzas de los medios, multiplicó por cinco los gastos en sanidad, amplió la asistencia a los discapacitados, rehusó que Estados Unidos siguiera contando con una base militar en Ecuador y le brindó asilo a Julian Assange en la embajada ecuatoriana de Londres. Correa dejó el poder en mayo del 2017. Fue reemplazado por su exvicepresidente, Lenín Moreno, quien se convirtió en un aliado de la venganza de las castas contra Correa. En 2018, la oposición de Correa al referéndum constitucional para reformar la Constitución le valieron los dardos de la justicia. En julio, la jueza ecuatoriana Daniella Camacho dictó una orden de prisión preventiva contra el ex mandatario y hasta solicitó a Interpol que fuera arrestado. El presidente que más hizo por su país vive exiliado en Bélgica.
Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil son el anteúltimo peldaño del infierno al cual las derechas latinoamericanas están dispuestas a someter a los dirigentes socialdemócratas para apartarlos del camino. Los escándalos de corrupción de su partido, el PT, sirvieron como frase inaugural del gran relato desconstructor del lulismo emprendido por los abanderados históricos de la corrupción brasileña. Atrás quedaban los programas sociales, la inversión en salud, educación, justicia, desarrollo, así como los millones de brasileños que salieron de la pobreza. Con un tejido de acusaciones respaldadas por un relato hegemónico, Lula fue arrestado el 4 de marzo de 2016 en el marco de la operación anti-corrupción Lava Jato, teledirigida por el juez Sergio Moro. Lula fue condenado a nueve años y medio de cárcel acusado de recibir sobornos de la constructora OAS a cambio de contratos millonarios y Dilma Rousseff destituida en septiembre de 2016 al cabo de 13 años de gobiernos progresistas.
Evo Morales cerró en Bolivia la serie negra iniciada hace casi 15 años antes en Honduras. Las condiciones de su renuncia, la brutalidad, la violencia y la ilegitimidad de los actores políticos e institucionales que intervinieron sembraron la imagen de una venganza sangrienta. Fueron dos de las fuerzas menos creíbles que existen en América Latina, las más corruptas, la policía y el ejército, quienes decidieron el destino político de una Bolivia que vivió sus años más prósperos y orgullosos bajo el mandato de Evo Morales. Las circunstancias con las que se acorraló al presidente a la renuncia, el odio y la violencia liberadas en las calles, su partida al exilio mexicano, el silencio de las grandes democracias de Occidente y la pasividad retórica de los vecinos quedarán en la historia como una de las grandes heridas de nuestra América.
No es la hegemonía de un medio la que hace titubear la democracia sino la hegemonía de su mala fe. De Manuel Zelaya en Honduras a Evo Morales en Bolivia, la mecánica de la destitución ha sido similar: una casta oligarca que se apoya en los medios para viciar el relato, en la justicia y los militares. En cada caso se buscó arrancar del poder a opciones políticas reformistas, nacionalistas y con un fuerte ánimo redistributivo. Ninguno de estos seis expresidentes ha sido un dictador, o un revolucionario violento, ninguno reprimió, amordazó a su pueblo, sentencio la libertad de expresión, ni derramó sangre en las calles. Llegaron para abrir el juego político, social y económico en países cautivos de una casta explotadora, no para llenar las cárceles o los cementerios. Sus enemigos sí. Nuestras derechas cavernícolas jamás atravesaron el Siglo de las luces. Siguen ancladas en los tiempos de la barbarie ideológica y la obscuridad. Lo acaban de probar en Bolivia, amparadas, una vez más, en la protectora dependencia de Washington. La Casa Blanca siempre ha estado a la vera de todas las hecatombes políticas de América Latina. Ha sido el capacitador ideológico y operativo de los golpes de Estado militares del Siglo XX como lo es ahora de los golpes cívico militares que promueve desde el inicio del Siglo XXI.
Jueves, 14 de noviembre de 2019
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