Por Daniel Ares Las venas abiertas Una práctica antigua en un delito moderno: la biopiratería, el robo de material genético y de conocimientos ancestrales para su explotación industrial, sin ningún beneficio para sus legítimos dueños. Atraídas por la riqueza de su biodiversidad, las grandes multinacionales del norte penetran las selvas del sur, seducen o engañan a sus nativos, y luego patentan sus plantas y sus secretos, sin repartir sus ganancias jamás.
Las venas de América latina siguen abiertas. La Conquista y su saqueo continúan y se refinan. Hoy, la invasión es amable, y el robo, silencioso, casi imperceptible. Ya no se cargan toneladas de oro y plata, ya no hacen falta grandes navíos ni largas caravanas. Ahora basta un bolsillo, en casos, apenas la memoria de un relato, unas cuantas anotaciones, y listo. La conquista continúa y el saqueo recompensa a sus corsarios. Es la biopiratería: el robo de recursos genéticos y conocimientos ancestrales, para su explotación industrial y comercial, sin por supuesto ningún beneficio para sus legítimos dueños, y/o inventores o descubridores.
Hoy el 90% de los recursos genéticos se extrae del sur; y el 90% de las patentes que los explotan está registrado en el norte. Así están las cosas.
Promediando las variadas estimaciones, nada más que los ocho países que comparten la cuenca amazónica sangran unos 10.000 millones de dólares anuales por los colmillos de los grandes laboratorios de la industria química, medicinal y cosmética. Tal vez más. Difícil precisarlo.
Se mezclan cálculos de lucro cesante, propiedad intelectual, daños al medio ambiente, evasión fiscal, y otras formas de la corrupción. Y en esos números no se cuenta el resto de Latinoamérica, ni Los Andes desde México a Ushuaia. El monto final del saqueo es seguramente escandaloso.
Las cosas llegaron tan lejos que en 2010, en Japón, 200 países suscribieron el Protocolo de Nagoya, comprometiéndose a combatir –un día– lo que sin saber cómo llamar, acabaron llamando biopiratería. El nuevo nombre de un hábito muy antiguo: la expoliación de los más débiles por los más poderosos. Ningún siglo XXI.
Sangre y semillas. El diccionario de la Real Academia Española todavía no lo registra, pero los que mejor lo rastrearon dicen que el término biopiratería lo acuñó el activista canadiense Pat Mooney en 1993, y que entonces lo recogió y lo difundió la filósofa y científica india Vandana Shiva, y que así se convirtió en el nuevo nombre de un viejo delito.
Hasta donde puede saberse parece que fueron los egipcios los primeros en volver de sus viajes cargando plantas exóticas y secretos ajenos. La Unión Europea no pagó todavía un solo centavo en royalties por la papa. Y así también logró su fama y su fortuna el explorador inglés Henry Alexander Wickham, corsario fundacional de la biopiratería y sus destrozos.
En 1873 Wickham se instaló con su familia en el Amazonas a explotar el caucho, y pocos años después, un día, silbando y sonriente, sin permiso de nadie, se llevaba de Brasil 70 mil semillas de Hevea brasiliensis, el codiciado látex amazónico, que luego propagó por todas las colonias asiáticas de Gran Bretaña y, así de rápido, Gran Bretaña se convirtió en el primer exportador mundial de caucho mientras aplastaba igual de rápido la extraordinaria prosperidad de Manaos, Belem, Iquitos, y otras grandes metrópolis que surgían sobre el Amazonas. En desastroso dominó quebraron empresas, bancos, el comercio colapsó por simpatía, se detuvo el proceso de explotación y, para 1920, más de 30 mil trabajadores habían sido abandonados a su suerte en lo profundo de las selvas. Y todo por un puñado de semillas.
Hoy, cien años después, algunas organizaciones ambientalistas estiman que sólo la explotación de biodiversidad sin la debida autorización de los gobiernos latinoamericanos, les rinde a las multinacionales del norte unos cuatro billones y medio de dólares anuales.
Desde las praderas y desiertos de México, hasta las cumbres de Los Andes, se concentra buena parte de la megadiversidad del mundo. Las formas de penetración ya no precisan de la espada ni el mosquete. Muy por el contrario, disfrazados de Indiana Jones, biólogos y botánicos y zoólogos a sueldo de los grandes laboratorios transnacionales penetran la selva y, en silencio, se llevan, por ejemplo, la industria del caucho. La conquista continúa.
Y, otra vez, El Dorado que persiguen sus adelantados es la floresta amazónica.
“Muchos laboratorios están convencidos de que si algún día se descubre el medicamento para la cura del sida, ocurrirá probablemente en la Amazonía”, dijo ya Vicky Shreiber, experta del Centro Internacional de Investigación y Desarrollo de Canadá, y actual colaboradora en la Universidad Federal de Pará.
Los cinco millones doscientos mil kilómetros cuadrados de la floresta amazónica contienen la mitad de las selvas del mundo, y el 10% de toda la flora terrestre. Mientras América del Norte cuenta apenas 650 especies de árboles, sólo la cuenca amazónica tiene 5.000. Eso es lo que se llama megadiversidad. El Dorado tangible, ninguna leyenda.
Por eso los especialistas de la Universidad de Pará y muchos otros saben, aunque no puedan probarlo, que científicos de todos los laboratorios del mundo ambulan ahora por las selvas amazónicas sonrientes entre los indios, cambiándoles semillas sagradas y secretos ancestrales por la baratija de su amistad.
Dale tu mano al indio. En 1986, Loren Miller, presidente de International Plant Medicine Corporation, en turística visita por el amazonas ecuatoriano, recibió como prueba de amistad algunas semillas sagradas de manos de un jefe de los indios Secoya.
Eran semillas de Banisteriopsis caapi, más conocida allí como ayahuasca, eterna savia de los rituales religiosos de esos y otros indios de la región. Sin embargo, Loren Miller creyó mejor patentarla a su nombre apenas regresó a los Estados Unidos. Los Secoya iniciaron una lucha a la que no tardaron en plegarse los indios norteamericanos alegando ante Washington que aquello equivalía a que los sioux pretendieran patentar la eucaristía. En 1999, los Secoya triunfaron y la patente fue revocada. Pero Miller apeló y le fue devuelta en 2001. La lucha sigue. Cosas de la amistad.
Otra bandera de paz muy usada en esta guerra es la protección ambiental, en nombre de la cual llegó hasta los Andes la Biotics Research Corporation, allá por los inicios de los años ’80, para salvar la maca, que se extinguía.
Conocida como “el viagra natural”, la maca crece a 4.000 metros de altura, donde era alimento y medicina de los incas desde mucho antes de nacer Pizarro. Pero hace unos treinta años la planta comenzó a extinguirse y, sin saber cómo salvarla, el gobierno peruano recurrió a la Biotics Research Co. Y la Biotics la salvó. No desinteresadamente, claro, a cambio la patentó, comenzó a explotarla comercialmente, y así los indios del lugar se quedaron sin sus derechos sobre la planta, pero sin la planta también.
La batalla por el cupuaçú está en pleno combate. Fruto de la familia del cacao, oriundo del Amazonas, y capaz del chocolate, ahora hasta su nombre aborigen le pertenece a la firma japonesa Asahi Foods. Los indios del amazonas lo usaban desde tiempos inmemoriales; sin embargo, según reza la patente, lo descubrió no hace mucho el japonés Nagasawa Makoto, casualmente dueño de Asahi Foods. Misterios del oriente.
Como es lógico, estas grandes industrias capaces de todo también inventan animales. O los descubren, tanto vale: lo importante es que se los quedan.
El sapo Phyllomedusa bicolor, la mayor especie de este anfibio en la Amazonía, segrega una sustancia que los indios del Valle de Juruá, entre Brasil y Perú, usan como alimento y medicina desde hace más de 3.000 años. Tan luego por ello, algunos científicos de paso por allí descubrieron que esos indios no sufrían el parkinson, el sida, la isquemia, ni varias formas del cáncer; y en largas y amables conversaciones con sus chamanes, supieron que la sustancia también tenía más propiedades, y así, a medida que las descubrían y se maravillaban, las patentaban. Hoy, todas esas licencias son propiedad de la Universidad de Kentucky.
Y los seres humanos tampoco están a salvo. Los riesgos y perjuicios de la biopiratería no son sólo económicos.
A partir de su explotación exhaustiva, muchos cultivos o animales comienzan a extinguirse o alcanzan un precio internacional que igualmente los extirpan de sus ámbitos nativos, desatando allí verdaderas catástrofes sociales.
La Piper methysticum es un cultivo ritual del Pacífico usado por distintas naciones aborígenes de su litoral. A comienzos de los años ’90 era desconocido, pero entonces fue descubierto por la industria fitomedicinal de varios países, y ya laboratorios de Estados Unidos, Francia, Alemania y Japón han solicitado patentes para su uso y procesamiento, entre ellas la firma francesa L’Oreal, con un producto para combatir la caída del cabello... La planta no se extinguió, pero su precio se volvió inaccesible para sus tradicionales usuarios, que entonces la reemplazaron, en la mayoría de los casos, por el alcohol. Las consecuencias pueden imaginarse.
Pero insaciables y feroces como piratas verdaderos, los biopiratas también quieren sangre.
El 14 de julio de 2012 el diario El Comercio de Quito informaba que “la Defensoría del Pueblo abrió una investigación sobre el supuesto uso ilegal de material genético de la nación Huaorani por parte del instituto estadounidense Coriell, la Escuela Médica Harvard, y la compañía petrolera Maxus”.
Según El Comercio, Pablo Morales, representante de la comunidad Huaorani, el 19 de junio de 2010, presentaba ante dicha Defensoría “una queja en la que acusa al instituto Coriell de poseer una base de muestras genéticas de esta nacionalidad indígena y de venderlas ilegalmente”. La Defensoría quiso más testimonios, y los encontró enseguida. Casi todos los miembros de la comunidad Huaorani contaron lo mismo: “Entre 1990 y 1991, un grupo de brigadistas norteamericanos, junto a un médico de la empresa Maxus, tomaron muestras de sangre de miembros de la comunidad sin especificar cuál sería su uso. La comunidad desconoce hasta hoy el destino de dichas muestras”, dice el diario. Una representante de la Asociación de Mujeres Waorani de la Amazonía (Amwae) contó además que “a todos los de la comunidad nos sacaron sangre, niños, mujeres, jóvenes, y nos decían que era para estudios médicos, pero nunca más supimos nada”.
Aquellos heroicos brigadistas norteamericanos habían descubierto que los huaorani estaban exentos de la hepatitis, y bueno... querían saber, y les abrieron las venas.
La investigación descubrió –como podría haber hecho cualquier interesado en sangre ajena– que el Instituto Coriell poseía ilegalmente muestras de sangre de la nacionalidad huaorani desde diciembre de 1991; y que desde 1994 ya había distribuido –o sea, vendido– un total de siete cultivos celulares y 36 muestras a instituciones de ocho países. Según la Defensoría del Pueblo del Ecuador, el procedimiento violenta la Constitución Nacional, que establece expresamente “la prohibición del uso de material genético y la experimentación científica que atente contra los derechos humanos”.
Desde luego el gobierno ecuatoriano ya inició acciones contra el Intitulo Coriell, la Escuela Médica de la Universidad de Harvard, y la petrolera Maxus… pero mientras tanto “las venas abiertas de América latina” sigue sin ser una metáfora.
La colonia contraataca. En el principio fue la bioprospección. Desde Charles Darwin y Edgar Rice Burroughs en adelante, siempre en nombre de la corona, cualquiera podía llevarse de los países invadidos una piedra, una semilla, un mono, un ser humano, y hacer con él lo que quisiera. El sol del imperio no se ponía nunca. El saqueo parecía la ley. Hasta que en 1995 llegó la ley de patentes. El saqueo continuó, por supuesto, pero entonces los saqueados pasaron a ser los saqueadores, y el robo un derecho ajeno.
Lo que hasta ayer era gratis, una mañana fue propiedad privada, aunque sus nuevos dueños no fueron de verdad sus dueños, sino más bien quienes habían saqueado a sus verdaderos dueños. Plantas, semillas, genes, secretos, soluciones, todo había sido extraído –sustraído– a sus legítimos descubridores o inventores, que ahora debían pagar por lo que siempre había sido de ellos... Era 1995, la Organización Mundial del Comercio había nacido.
Ese año las patentes representaron el 50% de las exportaciones de los Estados Unidos, y entonces nacía la OMC a partir de un acuerdo que en buena parte de su articulado sentaba los más sólidos –o rígidos– principios para un sistema internacional de la propiedad intelectual, que protegiera por supuesto la tecnología del norte más que los insumos del sur.
Para los resistentes de siempre, el tratado tiene todas las huellas de las grandes multinacionales de la industria química y del software, que así pretenden extender al mundo entero la rigurosa protección que consiguieron en sus países.
Sin embargo, por entonces, con iguales razonamientos y objetivos, pero mayor antigüedad en sus derechos, los países de verdad ricos –los propietarios de esa megadiversidad que hoy sustenta el 90% de aquellas patentes– lanzaron el contraataque.
Ya en 1992, en Río de Janeiro, en el marco de la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente, se firmaba el CDB: Convenio sobre la Diversidad Biológica. 190 países lo suscribían, y allí se declaraba “la soberanía de cada Estado sobre los recursos naturales, biológicos y genéticos que se encuentren en el interior de su territorio”; y a la vez se reconocía “el derecho a una justa compensación en caso de que fuese concedido el uso de dichos recursos a entidades o empresas privadas”. De allí, dicen, Pat Mooney arrancó la palabra. Los biopiratas habían sido descubiertos.
En febrero de 2002, en Cancún, los 17 países considerados megadiversos por las Naciones Unidas, forman el Grupo de Países Megadiversos Afines, y en octubre, en Johannesburgo, en la 3ª Cumbre de la Tierra, la ONU exhorta a sus miembros a elaborar un régimen internacional para “una justa participación de los beneficios derivados de la utilización de recursos genéticos por parte de las comunidades originarias”. Los biopiratas estaban sitiados.
Sin embargo, recién en 2010, en Japón, doscientos países firman el Protocolo de Nagoya, el cual obliga a sus firmantes a “desarrollar una legislación clara y transparente que dé seguridad jurídica respecto de los recursos genéticos, para que éstos se compartan de manera justa y equitativa con los pueblos y comunidades indígenas que los tuvieran”. También avisa que “en caso de explotación de dichos recursos, se debe informar previamente a quien los aporte, y facilitar información para solicitar ese consentimiento previo”. Un claro mensaje para los más pícaros, que todavía intentan con los espejitos de los colores.
Desde luego las legislaciones nacionales que reclama el Protocolo a sus firmantes demorarán todavía algunos años... pero la acción ha comenzado.
En Brasil –el país con mayor biodiversidad del mundo–, Ibama (Instituto Brasileño de Medio Ambiente), apenas ya en el segundo semestre de 2010 recaudó 159 millones de reales (unos 60 millones de dólares) en concepto de multas por biopiratería.
Desde 2001 la ley brasileña estipula el reparto en los beneficios por la exploración de la biodiversidad, y esto puede incluir pago de regalías, transferencia de tecnología, y/o, capacitación personal para los pobladores de las regiones exploradas. Así en 2011 las multas recaudaron 30 millones de dólares, pero en cambio en 2012 la suma ascendió a 44 millones de dólares. Las 35 empresas multadas, informó Ibama, pertenecían a la industria farmacéutica y cosmética; y las 220 multas aplicadas eran pora falta de pago de las compensaciones, o por mentir que las habían pagado, y no. Cosas de piratas.
“Dado que la biopiratería es una práctica nueva, y que Brasil tiene las mayores reservas de biodiversidad en el mundo, creo que buena parte de las exploraciones son ilegales, y vamos a encontrar a esas personas”, dice Bruno Barbosa, jefe de inspectores de Ibama, y allí va con sus hombres.
El Perú, por su parte, se jacta de liderar la región en la lucha contra la piratería porque ya en mayo de 2004 puso en funciones la Comisión Nacional contra la Biopiratería, integrada por 13 instituciones públicas, entre ellas tres ministerios nacionales. En lo que va de 2013, por ejemplo, detectó 19 casos de los cuales ya resolvió 11. Entre otros, recuperó seis patentes sobre la maca, registradas en Japón, Corea y Europa; anuló el pedido presentado por un laboratorio japonés para patentar el yacón; y consiguió que fueran retirados todos los pedidos de compañías japonesas y europeas para patentar la pasuchaca, un yuyo andino que ya salvaba de la diabetes a los mismísimos incas. Dados los éxitos de la comisión peruana, Colombia está organizando la suya; aunque igual que en Perú, muchas de sus mejores victorias acaben desbaratadas por los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos. Cosas de las colonias.
Ecuador, en cambio, trabaja en una ley nacional y ya creó una oficina de lucha contra la biopiratería; y en general los ocho países de la cuenca amazónica preparan leyes, acciones conjuntas, acuerdos bilaterales, y bancos de datos de riquezas genéticas y de conocimientos ancestrales. Todo cuidado es poco, los corsarios de la biodiversidad bien pueden ser invisibles.
En marzo del año pasado el gobierno brasileño detectó una nueva práctica sospechosa de biopiratería pero revestida con la piel de cordero del flamante negocio de los créditos de carbono.
Los créditos de carbono suponen un mecanismo internacional de descontaminación. Los fondos recaudados a través de esos bonos son dedicados al mantenimiento de áreas naturales. Así las industrias más contaminantes del mundo no paran de contaminar, pero compran créditos de carbono y lavan sus culpas y salvan sus multas. Los créditos de carbono, además, cotizan en Bolsa. El negocio causó tal sensación que pronto nacieron empresas dedicadas exclusivamente a la compra y mantenimiento de áreas naturales, para la posterior venta de sus créditos de carbono.
Una de ellas, la irlandesa Celestial Green Ventures, autoproclamada líder mundial en la materia, les pagó en marzo de 2012 120 millones de dólares a los indios de la etnia mundurukú por los derechos irrestrictos de sus tierras, y por 30 años, durante los cuales los mundurukú no podrán plantar ni extraer una sola semilla de toda esa región del tamaño de El Salvador.
Según el diario O Estado de Sao Paulo, la Celestial Green Venture, con sede en Dublín, suma con éste 16 proyectos similares en todo el país, ocupando un área total de 200 mil kilómetros cuadrados. El Salvador más el Uruguay.
Tanto la ministra brasileña de Medio Ambiente, Izabella Teixeira, como la Funai (Fundación Nacional del Indio), advirtieron que éste podía ser “un nuevo canal para la biopiratería, y hay que estar atentos”.
En 2010, el gobierno de Brasilia intensificó la lucha contra la biopiratería con la campaña bautizada Operaçao Novo Rumo, a partir de la cual se realizaron allanamientos en serie detrás de lo que las autoridades llamaron “acopio de material genético”. La operación se repitió en los años siguientes aumentando el valor de las multas. La colonia contraataca.
La historia sigue siendo la misma. Por Ley Nacional 24.375, en 1994 la Argentina adhirió al Convenio de Biodiversidad de las Naciones Unidas firmado en Río de Janeiro en 1992; y el 15 de noviembre de 2011 se convirtió en el 67º país en suscribir el Protocolo de Nagoya, ratificado por resolución 238 en diciembre de 2012. No es para menos.
En Suramérica, tres de las regiones con mayor biodiversidad están en la Argentina: la Selva Paranaense, Las Yungas y el Chaco; y muchas más riquezas se extienden por todo el territorio nacional, suben Los Andes y bajan hasta Ushuaia; sin olvidar que aún no entraron en discusión los derechos y las patentes sobre la biodiversidad de los océanos. Todo está en juego.
El siglo XXI gana velocidad y los más grandes conglomerados transnacionales juegan toda su suerte y su dinero al desarrollo de la biotecnología para así dominar la genética, la bioquímica, la medicina, la agricultura, la alimentación; en síntesis: la vida y el futuro.
Inmensas pero pocas, blindadas por un monstruoso esquema de propiedad intelectual que ellas mismas parieron; esas corporaciones no pueden sino monopolizar toda esa vida y su futuro.
Pero resulta que el capital genético que precisan para lograrlo, está en el corredor tropical de la tierra, donde esplende, siempre dorada y sangrante, América latina, que de a poco despierta y se organiza conmovida por la maravilla de su propia riqueza. ¿Será?
La biopiratería es una práctica antigua, pero el delito es nuevo. La historia de sus combates recién comienza. Se trata de ser libres otra vez.
Domingo, 3 de noviembre de 2013
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