Jueves, 21/11/2024   Paso de los libres -  Corrientes - República Argentina
 
Panorama Político
Confuciones elementales y hegemonía reaccionaria
Los conceptos económicos precarios y falaces que se han convertido en el sentido común de sectores mayoritarios de nuestra población: La inflación y los salarios de los políticos.


En este duro tramo de la vida nacional que atravesamos, los sectores populares estamos pagando muy caro todos y cada uno de los errores conceptuales que venimos arrastrando y que no hemos logrado clarificar.

No me refiero aquí a las grandes cuestiones estratégicas, que merecerían debates serios y rigurosos, sino a cuestiones muy básicas, casi se diría que las más cotidianas, en las cuales la derecha neoliberal ha logrado construir un entramado discursivo de temas que le importan, y que se ha transformado también en la escala de valores de muchísimos argentinos. La derecha ha sabido sobreimprimir sus propias palabras y conceptos a las desorientaciones populares.

Vamos a tomar dos temas de estricta actualidad, para ver hasta qué punto reina la confusión en las mayorías, y hasta qué punto no se está haciendo nada efectivo –remarco la palabra: efectivo- para revertir este estado de confusión colectiva y de hegemonía de los sectores dominantes sobre la población.

El freno de la inflación
¿Es la inflación el principal problema de la población? Hay una mayoría que seguramente contestará que sí, que es lo más preocupante.

Sin embargo, nos atrevemos a afirmar que no es el mayor problema real de ellos.

Contestan que la inflación es su mayor problema porque están orbitando lisa y llanamente en el mundo conceptual que propone e implanta cotidianamente la derecha económica. Y así están siendo preparados, los sectores populares, para conceder políticamente la «victoria» sobre la inflación al grupito lumpen y reaccionario que nos gobierna. Se ha logrado que identifiquen la baja de la inflación como el mayor logro económico al que el pueblo puede aspirar.

En realidad, el principal problema económico de la mayoría de los argentinos –problema que seguirá en aumento en los próximos meses- es que sus ingresos son cada día más insuficientes. Su capacidad de consumo se ha derrumbado en estos últimos meses.

Es cierto: los salarios reales cayeron en promedio un 20% con el gobierno de Macri, 5% durante la gestión de Alberto Fernández, y ahora han caído otro 20% durante los cortos meses del gobierno de Milei. A las jubilaciones y a los trabajadores informales les ha ido aún peor.

Recordemos: salario real es equivalente a nombrar el poder de compra del salario, la cantidad de bienes y servicios que se pueden adquirir. Eso es lo que nos interesa. El poder de compra, no el nivel de precios, ni los aumentos nominales de salarios.

Nos importa cuánto se puede comprar, qué gastos se pueden afrontar, cual es el nivel de vida que se puede sostener con lo que se recibe mensualmente.

Ese debería ser el núcleo de la preocupación popular, y no si baja la tasa de inflación.

Claro, la gente está acostumbrada a percibir a los constantes aumentos de precios como los causantes de la caída de su poder adquisitivo, pero en realidad esa caída es la la combinación entre dos magnitudes: sus ingresos, y sus gastos.

No sólo es un problema que sus gastos crezcan mes a mes, o semana a semana, por culpa del aumento de precios de bienes y servicios, sino que el otro problema es que sus ingresos crezcan poco o nada en comparación a los precios. Lograr que los precios dejen de subir, en ese sentido, es importante, pero se trata sólo de la mitad del problema.

El otro gran tema es el aumento de sus ingresos –salarios, jubilaciones, transferencias públicas-, cosa que la derecha mediática y los partidos de la derecha en un sentido amplio, han borrado del radar colectivo. Han logrado que el foco social se ponga exclusivamente en la suba de precios.

Se ha instalado de tal forma que el problema es «el aumento de precios», que parece que si eso se lograra detener, debería ser recibido con algarabía por los sectores populares, y demostraría cuán popular es este gobierno. Es más: nadie puede imaginar que los precios se retrotraigan, para adaptarse a la capacidad de consumo popular.

Consideramos que quien aspire a representar auténticamente los intereses populares tiene que rechazar tajantemente esta trampa económica y discursiva.

El eje de la lucha popular es por la recomposición del poder adquisitivo de sus ingresos, y no por que pare la inflación. En todo caso, esto último es sólo parte de una solución completa, que ocurrirá cuando recuperemos la capacidad de comprar lo que podíamos comprar hace, por ejemplo, una década.

Porque lo que se viene con el gobierno de Milei en los próximos meses, en el mejor de los casos, es que la inflación –o sea el aumento generalizado de precios- se reduzca, pero no pare. Y que el poder de compra de los ingresos de la mayoría quede hundido, o porque se fue degradando por la por la alta inflación que aceleró este gobierno, o porque se empezará a sentir crecientemente el impacto del desempleo y los efectos de la profunda recesión sobre las posibilidades de recuperación salarial.

Pero incluso si por un momento se lograra la «inflación 0» y el gobierno proclamara la «victoria» sobre ese «flagelo» constituido ideológicamente como «el peor problema de la economía» (¡no es cierto!), el poder de compra de la mayoría quedaría brutalmente erosionado. Se congelaría en un nivel por el piso para vastos sectores medios y algunos sindicatos bien pagos, y por debajo de la línea de pobreza en el caso de muchos millones de trabajadores argentinos de rubros más golpeados o desorganizados.

Es decir, gracias a su hegemonía política e ideológica, la derecha podría ofrecer a las masas un resultado que las congelaría en una situación de penuria, que ellas deberían festejar como un logro extraordinario que agotaría las demandas que puedan tener en materia económica.

Lo que aquí está en juego es cuál es el programa económico mínimo de los sectores populares: ¿vivir aceptablemente bien o que no sigan subiendo los precios? Puede ocurrir que los precios suban poco, producto de una economía derrumbada, pero jamás les ofrecerán que sus ingresos alcancen para cubrir razonablemente sus necesidades.

De esa cuestión elemental deberían ocuparse quienes aspiran a representar a las mayorías, pero no existe una voz clara en ese sentido. Ni siquiera existe una batalla argumental que impugne la «consigna» que introdujo la derecha como techo a las aspiraciones populares.

Los sueldos de los legisladores
Gran ruido mediático está causando el incremento de la dieta de los senadores de la Nación.

El twittero reaccionario que hoy nos gobierna, ganó las elecciones agitando a las masas contra una supuesta casta que sería la responsable de los problemas y las carencias populares.

El argumento no es nuevo, ya que se usó, por ejemplo, en las postrimerías de la «convertibilidad» para echarle la culpa a «los políticos» del derrumbe de ese engendro rentístico financiero de los sectores dominantes locales y extranjeros.

La incitación contra los políticos es fácil por dos razones: 1) porque hay unos cuantos políticos que efectivamente dejan mucho que desear, ya sea por razones morales, por incapacidad o porque promueven políticas antipopulares que dañan a la población, y 2) también porque son mucho más visibles y famosos que los empresarios, banqueros y otros poderes más influyentes que no son tenidos en cuenta por las masas, por despolitización o desinformación.

Que en el radar masivo aparezcan los políticos como enemigos, y no los dueños del país y promotores de las políticas económicas que arruinan la vida de las mayorías, es un triunfo extraordinario de los intereses concentrados, de los cuales Milei es un representante novedoso.

El rechazo a la política y los políticos podría tener un sentido progresivo si se supiera identificar quién es quién entre los políticos, para quién trabaja y de qué vive, pero lo que hemos presenciado es que se realiza una generalización –en especial cuando fracasan los gobiernos de derecha- donde todos los políticos, y toda la actividad política democrática es puesta en discusión y condenada como una práctica delictiva, además de responsable de los males económicos del país. Ejemplo de esta falta de consistencia en el análisis, es que la deuda externa, su generación y los efectos que produce sobre la vida de la mayoría, no sea un tema que haya entrado en la consciencia colectiva.

Dentro de este paquete de confusiones aparece también la absurda conexión entre el «gasto político» y los salarios infames que cobran muchos argentinos. Obsérvese que desaparecen del análisis las patronales, las decisiones empresarias, la dominación social que se vive, y aparece como argumento exclusivo que los políticos ganan «mucho», mientras el pueblo gana «poco».

Todo este «razonamiento» desemboca, provisoriamente, en que ya que los políticos son una lacra, deberían ganar poco. Y se sugiere –el mileísmo es exactamente eso- que si la casta ganara poco, eso permitiría que las mayorías ganen «más». Desapareció también en el camino la noción del papel fundamental de la política económica, y sólo habría una conexión entre ingresos «altos» de funcionarios, e ingresos «bajos» de los laburantes.

¿Cómo puede ser que después de 40 años de democracia sigan circulando estas supercherías, y no se haya podido instalar un debate público serio sobre cómo es la distribución del ingreso en el país, sobre cómo y quiénes determinan los salarios en una economía capitalista, porqué es necesario el gasto público, también en el funcionamiento de instituciones políticas que canalizan la deliberación popular, y cuál debería ser la remuneración adecuada para personas que tienen a su cargo responsabilidades ejecutivas y legislativas relevantes para el bienestar general?

Alguien podría decir que en el marco de un régimen social que ha sido vaciado prolijamente de sus características democráticas, especialmente en las cuestiones económicas, es merecido que los legisladores que participan de ese juego de engaño a los votantes sean repudiados. «¡Qué se jodan por participar de la farsa!»

Todo eso sería digno de consideración, si no fuera que la radicalidad de tal impugnación termina allí, en el nivel de la política convencional, y no penetra en la comprensión acabada de un sistema de dominación social, en el que los poderes fácticos, los medios, la judicatura y un conjunto de actores tienen un papel decisivo en la configuración de una economía que mantiene a las mayorías en un estado de pauperización completamente innecesaria.

Todos estos problemas y confusiones conceptuales que venimos arrastrando hace décadas, y que no clarificamos, aparecen cuando los senadores aumentan su dieta de 1.700.000 pesos a 4 millones. Eso genera inmediatamente una agitación mediática que confirma y reafirma la estupidez que Milei instaló bajo la figura de la «casta».

La reactualización del valor real de los sueldos debería ser una demanda masiva de la sociedad, pero en cambio de reclamar la generalización de mejoras salariales, se dispara una reacción de bronca frente a quienes tuvieron la posibilidad institucional de recuperar sus ingresos. Se exige el inmovilismo salarial universal, y se denuncia el «privilegio» de que ellos pueden definir sus propios salarios.

Claro, está de fondo la acusación generalizada de que los legisladores «no sirven para nada». Acusación de cuño antidemocrático, que puede derivar en el reclamo de entronizar a un Videla o a un Fujimori en un poder ejecutivo sin limitaciones republicanas. Porque si los senadores y los diputados y los concejales no sirven para nada, ¿para qué pagarles el sueldo? ¿por qué no suprimir los cargos directamente? Justamente los que representan a los ciudadanos, gracias a estos razonamientos instalados en la población, deben ser eliminados de la nómina de pagos estatales.

La interpelación real y genuina a los legisladores, que debería ser: ¿para qué intereses legislan?, se transforma gracias a la trampa «pueblo versus casta» en el premio consuelo de ¡que ganen poco como todos los demás!

Se mezclan en este confuso debate muchos elementos diversos, desde la calidad de la representación política, qué quieren realmente los representados y de qué forma eligieron a sus representantes, cómo forman sus propias opiniones los ciudadanos y como formulan sus propias demandas, hasta cuál es una estructura distributiva deseable para un país en donde sea bueno vivir.

Todos esos temas, articulados en esta coyuntura candente, deberían llevar a preguntarse: ¿cuáles son las características reales de este régimen social en el que efectivamente vivimos, que parece no ser capaz de cubrir las aspiraciones y deseos de la mayoría nacional? ¿Quién gobierna efectivamente la orientación de un país que no puede desplegar todo su potencial desde hace décadas?

Más dañinas que las ideas retrógradas que circulan en la sociedad, son las carencias políticas y organizativas que hoy por hoy tenemos.

Parece increíble que conceptos económicos tan precarios como falaces se hayan convertido en sentido común de sectores mayoritarios, pero la realidad debe ser reconocida para poder cambiarla.

Y a la realidad la cambiarán actores con convicciones claras, capaces de enfrentar las confusiones que circulan entre las mayorías, y que posean voluntad de transformación y miradas estratégicas que trasciendan lo coyuntural.


Por Ricardo Aronskind


Martes, 7 de mayo de 2024

   

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