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LOS GUARDIANES DE FRANCISCO
Curas que viven en la pobreza y ayudan a torcer el destino
Gustavo Carrara, coordinador de los sacerdotes villeros y uno de los más queridos por el Papa, acompañó a Clarín al corazón de la villa del Bajo Flores y mostró historias de esfuerzo y superación.

“Precaución, ha entrado en zona peligrosa” . La voz de la española que vive atrapada en el GPS suelta su prejuicio justo al llegar a la villa 1-11-14, pobre hasta de nombre, numerada por la dictadura militar en su plan inacabado de pasarle por encima con las topadoras.

Viven aquí 40 mil personas, tantas como las que entran en el Nuevo Gasómetro, que está enfrente. Estadio y barriada conviven, pese a que un antiguo presidente de San Lorenzo había sugerido barrer hasta Ezeiza a los “paraguayos, peruanos y bolivianos” que la habitan.

El Estado es un patrullero de Gendarmería, tres terminales de la tarjeta SUBE, una oficina de Acceso a la Justicia, planes clientelistas y un container donde se tramitan documentos de identidad.

El sol se clava como agujas en los vericuetos de las construcciones de tres pisos y, por un callejón, asoma Gustavo Carrara, un cura de vaquero y zapatillas parecido al guitarrista Eric Clapton, que se desabrocha su camisa para trabajar y deja suelto el alzacuello blanco que simboliza la resurrección.

Seguir sus zancadas es adentrarse en la villa que más ha crecido en Buenos Aires en estos 30 años de democracia, igual que los contrastes de esta Ciudad luminosa en su norte y postergada en este sur.

Mirar el suelo durante el camino hacia la parroquia Santa María Madre del Pueblo es encontrar desechos e ilusiones. El brazo de una muñeca, cristales rotos, la suela de lo que fue un zapato. Pero también se ven burbujas de soldaduras recién hechas, pastones húmedos de cemento y arena, montañas de viruta y aserrín. Es que construyen una escuela y una guardería, para que las madres puedan dejar seguros a sus hijos y salir a trabajar. Cuando se completó la losa, a la sombra de un jacarandá, los vecinos aplaudieron. Tenían un escudo más contra la intemperie de no saber leer y escribir.

En el celular me aparece un tuit del Papa: “Cuiden a las personas que no tienen lo necesario para vivir”, escrito el jueves pasado en Roma, a 11.125 kilómetros del Bajo Flores, donde también está Francisco, sonriente en un mural azulgrana, bendiciendo a los chicos que juegan en la canchita del Club Atlético Madre del Pueblo, frontera de contención.

Dos equipos se destacan de esta institución, creada en 2011 con menos pelotas que las que tiene una familia de clase media en su quinta de fin de semana: “Las Leonas del Bajo Flores”y los representantes del fútbol, que en los torneos infantiles FEFI a veces hacen de local en San Lorenzo, por el temor de los visitantes de entrar en la villa.

Las jugadoras de hockey son más de 200 y le pregunto al padre Gustavo si Las Leonas del Seleccionado Argentino saben de esta experiencia, porque seguramente ellas, o sus sponsors, pueden ayudar con ropa, palos y bochas: -No lo sé, pero un día, con mucha humildad, vino Cachito Vigil a dirigir un entrenamiento. Eso es un verdadero campeón.

El Diario de la Virgen , que imprime 10 mil ejemplares por mes, las presentó con el título “Así rugen en mi barrio” y con una bajada para la ilusión: “Las Leonas del Bajo Flores comenzaron a competir. Defienden los colores del club como nadie y son el orgullo de todos los vecinos y vecinas que se juntan para verlas pasar por los pasillos.

Ya empiezan a soñar con ganar un campeonato ”.

Con un silbato y un rosario, Hugo Portillo colabora en los entrenamientos y nunca se saca la remera azul con vivos blancos del club, cosida a mano por las costureras del barrio. La camiseta refuerza el sentido de pertenencia. El ayudante acompaña a los chicos en las excursiones a Casa Amarilla, donde el departamento de acción social de Boca Juniors los hace participar de charlas sobre valores.

A la hora de la siesta, se enciende la mezcladora de cemento de los hermanos Ramírez, refugiados a la sombra de una pared de dos metros en la que está pintada la Virgen María. Oscar, Alberto y Juan fueron contratados para rellenar los cimientos de un hogar para ancianos y madres solteras.

La villa existe desde hace 38 años. La pobreza de sus habitantes, desde hace más, porque vinieron de las provincias del norte argentino y de países limítrofes empujados por la falta de oportunidades. En la mezcla de esas culturas, quedó la constante de querer superarse: “De las casas de cartón pasaron a las de chapa; de las chapas pasaron a los ladrillos y de los ladrillos, a las losas. Ahora, las casas tienen tres pisos. Desde afuera, dicen que son inseguras, pero esta gente construyó media Buenos Aires, saben trabajar, porque son los albañiles que hicieron la Ciudad”, destaca el padre Gustavo, párroco de Santa María Madre del Pueblo y coordinador del equipo de 22 sacerdotes villeros que ayudan a cambiar su destino a las 160 mil personas que viven en los barrios porteños precarios.

¿Quién es este hombre, tantas veces visitado por Jorge Bergoglio, el Papa que pide una Iglesia pobre para los pobres? ¿Cómo es su casa? ¿Por qué los vecinos lo consideran uno más de ellos?

Gustavo Oscar Carrara nació el 24 de mayo de 1973. No había cumplido un año cuando la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) asesinó a balazos a un cura obrero emblemático de la época, Carlos Mugica, de la Villa 31 de Retiro y del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.

En 1986, Gustavo entró al seminario en Devoto y se ordenó sacerdote hace 15 años. Es hincha de Boca, pasajero de colectivos, lector de “Crimen y Castigo”, dueño de un termo de aluminio y heredero de la biblioteca del padre Rodolfo Ricciardelli, uno de los primeros curas que eligió vivir en la 1-11-14.

Nada hace Gustavo sin escuchar primero a los vecinos y a los curas más jóvenes que están con él, Hernán Morelli y Nicolás Angellotti, quienes suelen cruzar la avenida Perito Moreno para ir a dar misa en la capilla de San Lorenzo, construida con dinero donado por el actor “cuervo” Viggo Mortensen.

Por no tenerle miedo a las dificultades, Gustavo se parece al cura interpretado por Ricardo Darín en “Elefante Blanco” . Y su vida es un contraste con la del religioso alemán Franz-Peter Tebartz-van Elst, llamado “el obispo del lujo” por haber gastado 41 millones de euros en renovar su palacio.

Gustavo no conoce el Vaticano y nunca salió de la Argentina. Vive en un cuarto de 12 metros cuadrados, apretado por libros, una puerta de madera y cama de una plaza con un detalle indeleble, la colcha llena de escudos de Boca. Y ese es otro de los motivos de comunicación permanente con el Papa, las bromas futboleras. Que Dios es Cuervo, que Dios es Bostero...

“No es correcto que nos digan ‘Los curas preferidos de Bergoglio’. De ninguna manera es la opción por un grupo de curas: es la opción preferencial del obispo por las zonas más vulnerables, en la periferia de las diócesis, para acompañar a la gente. Como decía el padre Lucio Gera, un gran teólogo argentino, nosotros somos los que tenemos que agradecerles a los vecinos de las villas que nos hayan hecho un lugar en su corazón, en sus dolores, en sus alegrías”, dice Gustavo, mientras suenan unos violines.

-¿De dónde viene esa melodía?- pregunto intrigado.

-Son los chicos de la Escuela de Música, que preparan un concierto en el auditorio de la Universidad Católica de Puerto Madero. A los pibes que no juegan fútbol, hockey o patín, intentamos acercarlos al arte. Tratamos de darles las oportunidades que no tuvieron.

La presentación es el cierre de todo lo aprendido durante el año y por eso el patio se puebla de un murmullo nervioso, porque son las horas previas al momento estelar.

Aparece Keila, una nenita de vestido negro y mechón rojo, que sueña con ser violinista y volar más allá de los tejados. Pasa a su lado Jorge Luis, como Borges, pero amante de la cumbia y el reguetón.

Ensayan “Oda a la alegría” y Beethoven se asoma al Bajo Flores.

“No será un concierto más, porque implica romper barreras”, suelta Mailén Ubiedo Myskow, directora, profesora de violín ad honorem , igual que los 15 voluntarios que enseñan a 50 chicos (reciben ayuda en la página www.facebook.com/escuelademusica1.11.14).

Un vendaval de arena interrumpe la afinación de los instrumentos, pero las notas ya están listas para escapar del pentagrama.

De la villa al puerto de los rascacielos y los yates, un micro naranja atravesará las barreras de lo imposible.

El coro de tres mujeres y dos varones prueba con “Seminare” , de Serú Girán: “Te doy Dios, quieres más, es que nunca comprenderás, a un pobre pibe” .

Mila, Alexia, Silvina, Jimena, Geraldine, Carlos, Luciana, Valeria, María, Hillary y Brisa toman posición en el auditorio Santa Cecilia, la patrona de la música. Es el momento de demostrar que se pueden superar dificultades, que la villa -además de sufrir los azotes de las drogas y la violencia- tiene otra cara. El silencio que precede al concierto es un espacio infinito.

El padre Héctor Morelli improvisa unas palabras, que interpelan a los espectadores: “Están invitados a visitar nuestro barrio.

No es el zoológico ni el far west.

Es un lugar donde tratamos de cuidarnos entre todos”.

La música empieza a sonar. Nicole, Zaira y Nashville se animan en el teclado con melodías a cuatro manos. Se prepara el coro de música popular y sube la orquesta de cuerdas, donde la clave está en escuchar al otro.

Sollozan los violines, la tribuna se emociona y yo confirmo que el GPS estaba equivocado.



Fuente: Clarín.


Domingo, 17 de noviembre de 2013

   

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