Por Mario Goloboff Boda en tiempos de guerra Cuentan que, enviudado y con una niñita de pecho a su cargo, César Augusto Sandino fue a buscar a La Pancha, quien amamantaba a Adalina, su propia niña de un mes, y que cuando él le demandó ayuda ella aceptó, pero pidió una yegua parida, porque, a su entender, la leche de ésta se asemeja a la de la mujer, y con ella alimentaría a Adalina mientras la de sus pechos sería para la hija del General. Entonces, él compró una yegua con su potrillito, les dio los animales y dinero a La Pancha y a su esposo Ramón, y tranquilo se fue a la montaña, pues aunque expulsados por un tiempo los gringos, para mantener la unidad, buscaba afanosamente a sus hombres en esos días de tratados, de pactos y de escaramuzas, y por eso andaba de un lugar para el otro. Al poco tiempo, La Pancha adujo que no le podía quitar la leche a su niña, pero no soltó la yegua, el potrillo ni el dinero, y de nuevo la bebé se quedó sin nodriza. “Tenía un mes, pero estaba sólo en el pellejito, en los huesitos, la pobrecita, no comía los atolitos que le preparaban y vomitaba la leche de vaca”, agregaban añosas campesinas del lugar.
Cuando tenía 32 años y era ya el jefe de “El pequeño ejército loco” (así lo llamó nuestro Gregorio Selser), Sandino y su plana mayor se habían hospedado en la casa de los padres de Blanca Stella Aráuz, una familia de San Rafael del Norte. La casa era a su vez la oficina de correos y telégrafos de la pequeña ciudad, y quien se encontraba trabajando como telegrafista era Blanca, de 18 años, a la que conoció y frecuentó mientras él mismo pasaba las horas del día y de la noche ordenando la comunicación con sus tropas en los diferentes frentes de batalla abiertos contra el invasor. El hombre, de estatura pequeña, figura esmirriada, “casi pura piel y huesos”, tez tirando a oscura y aindiada, mirada febril y un estribillo que repetía obsesivamente (“Los yanquis deben irse de Nicaragua. Yo quiero patria libre o morir”) se enamoró, claro está, de la bella muchacha, y el día 27 de mayo de 1927 contrajeron matrimonio en el templo de San Rafael del Norte.
Fue una fiesta singular: hacia las dos de la madrugada, se inició el desfile. Presidían el cortejo seis jóvenes soldados, trajeados con uniformes de montar. Detrás venía, en dos prolongadas filas, la innumerable concurrencia, y en un corredor creado en medio de la masa compacta, encaminaba sus pasos a la iglesia parroquial César Augusto Sandino, con sus armas al cinto, uniforme de gabardina color café y botas altas, oscuras, brillantes, pañuelo de seda rojo y negro anudado al cuello y un ancho sombrero Stetson, al estilo de Texas, inclinado sobre su frente. Todos sus acompañantes portaban sendos fusiles y pistolas. En el centro, la novia; la elegante muchacha llevaba entre sus manos una Virgen de los Desamparados, obra de fina porcelana y, a sus costados, las amigas, un Cristo. El hermano mayor, Miguel Angel Aráuz Pineda, de rigurosa vestimenta negra, llevaba del brazo a Blanca Stella; pura, colmada de azahares, ésta caminaba despacio, velado el rostro por un tul de seda, con un ramo de flores en la mano, sintiendo las miradas inquietas de acompañantes y curiosos. Parecía, ya, un personaje femenino de los versos de Martí.
Encontraron la iglesia ampliamente iluminada, adornada con blancas gasas, mantelerías ricamente bordadas, muchas palmas verdes y flores. Se respiraba el olor del incienso y de los cirios que ardían. El aroma y los perfumes diferentes que llenaban el aire le trajeron acaso al General recuerdos de las callejuelas de infancia en su natal Niquinohomo, allí en Masaya. Los invitaron a la confesión, y así lo hicieron. Los padrinos y los novios se postraron de rodillas ante el altar. Un Te Deum de sobrias notas se escuchaba abajo y, casi en éxtasis, se oyó la clara música de la Orquesta del Pueblo, compuesta por hermanos, primos y tíos de la familia. Los nuevos esposos salieron radiantes después de jurarse amor eterno. Fuera de la parroquia había diez caballos ensillados. Eran del jefe de día y de sus ayudantes del Ejército Defensor. En una esquina, agrupados, los muchachos los felicitaron a su paso. Llegaron a la casa de los suegros: lágrimas de regocijo y felicidad brotaron de los ojos de la madre, doña Esther Pineda Rivera, y de los de sus hermanas, Lucila, Isolina y Esther Aráuz. Cuando entraron, se oían en todo el pueblo disparos de fusilería. Por las calles, entusiastas vivas, y desde ese momento les llegaron muchas felicitaciones de los rincones del pueblo y de todos los frentes de guerra del país. A las tres de la tarde de ese mismo día fue la ceremonia civil. El salón principal estaba pleno de gente. La luz radiante parecía rivalizar con el brillo de tantos y tan bellos ojos de las muchachas sanrafaelinas; la elegancia del porte, la cordialidad y la alegría eran infalibles, constantes. El programa musical fue casi doblado por las repeticiones y ejecutado con el gusto y la maestría que sólo poseían los integrantes de la Orquesta del Pueblo. La fiesta terminó hacia el amanecer, pero la concurrencia no estaba satisfecha, menos cansada, y vino luego la musicalidad de la palabra del poeta de la familia, Octavio Aráuz Pineda, para coronarlo todo.
Dos días después, el General tuvo que abandonar a su esposa y se internó en las selvas de Las Segovias, desde donde permaneció defendiendo el honor de la patria: la verdadera guerra de guerrillas comenzaba. El matrimonio duró seis años de penurias y dolores. Según fotos y cartas recopiladas por la familia de Walter Castillo Sandino, difusor de la mayor parte de la documentación en que me baso, la pareja recorrió el país en tiempos de guerra, y ella por seis años acompañó a Sandino sufriendo las calamidades del monte en todos los campamentos guerrilleros: La Calma, Luz y Sombra, La Chispa, y el muy mentado El Chipote, perdiendo incluso a sus dos primeros hijos, uno de tres meses y otro de seis, y fue cuando soplaban ya aires de paz que ella falleció, durante el parto de la niña Blanca Segovia, el 2 de junio de 1933, en horas de la mañana. En una carta que Sandino mandó el 10 de junio de 1933 a María Cristina Zapata, presidenta del Comité Interamericano de Mujeres, le contaba del dolor de haber perdido a su esposa por complicaciones de ese parto que trajo al mundo a Blanca. “Con respeto y cariño he recibido sus enérgicas frases de condolencia por la desaparición de mi inolvidable esposa. No obstante el dolor que me embarga en estos momentos, reconozco en sus frases vibraciones de libertad. Me permito exhortar a usted a ser siempre la abanderada de los derechos emancipadores de la mujer nicaragüense. /.../ Mi esposa pereció en el parto a consecuencia de golpes recibidos al caer de una mula cuando nuestro Cuartel General se conducía a esta población (San Rafael del Norte, que se transformaría en inexpugnable) trayendo mis instrucciones de conservar la paz que culminó el corriente año (1933).” Ocho meses después, el 21 de febrero de 1934, en horas de la noche, el general Sandino murió fusilado por miembros de la Guardia Nacional, dirigida por Anastasio Somoza García, precursor de la dinastía de 43 años que dominó Nicaragua a sangre y fuego.
Martes, 19 de noviembre de 2013
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