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Por Jorge Halperín
Héroes y villanos en la política
“Luchemos por un cambio cultural; que ser honesto sea ser exitoso”, reza un afiche del híbrido político Unen. Y, dado que se trata de una fuerza opositora, se sobreentiende que el dardo está lanzado contra el gobierno nacional, acusado de hechos de corrupción por los medios hegemónicos y algunos dirigentes partidarios.
Estamos hablando del registro moral en la política, claro que sólo en one direction.

El problema es que mezclan dos esferas diferentes. Ser honesto es un principio moral; ser exitoso es una aspiración que nada tiene que ver con la moral. Y esto desde luego que no significa que para ser exitoso hay que ser inmoral. Una cosa y la otra no tienen nada que ver.

De la manera que se entiende comúnmente, el éxito supone dinero, fama, logros públicos, y requiere alguno o varios de estos atributos: talentos o habilidades particulares o bien tener buenos contactos, sentido de la oportunidad, ser ambicioso, aspirar a la notoriedad y tener suerte.

No tiene nada de malo buscar el éxito o la fama. Pero ser honesto es un principio rector de la conducta no sujeto a un “Feliz domingo” con premios suculentos.

Mezclar honestidad con éxito es promover una confusión.

Desde luego que si nos referimos a la acción política el principio rector debería ser la búsqueda del bien común, es decir conseguir la mayor felicidad y el menor sufrimiento para el conjunto de los hombres y mujeres. Pero ser exitoso en política requiere singularmente buscar el poder y trabajar para consolidarlo.

Forzar un eje moral para la política no es una confusión menor si se piensa, por ejemplo, en el voto masivo que obtuvo Elisa Carrió en los comicios legislativos del 27 de octubre. Sospecho que para más de un votante, la opción Carrió supone “asegurar la presencia de alguien decente en el Congreso”. No puedo evitar preguntarme cómo es posible que un personaje que reparte acusaciones de corrupción y de pactos espurios a granel, que utiliza el foro de la política, antes que para discutir argumentos, para incitar a la sospecha de todo el mundo, y lanzando ruidosas acusaciones que nunca se prueban, haya conseguido un lugar tan importante en la esfera pública.

Está claro que eligió para sí el lugar de una tutora moral de la República, pero un lugar como ése requeriría de un juicio ponderado que la señora Carrió no se molesta en exhibir. En ese sentido, ella y el periodista Jorge Lanata se complementan diciéndonos que las entretelas de la política están hechas de mierda pura. Pretendiéndose custodios de la República, actúan como fogoneros de la antipolítica.

Por supuesto que las razones locales del protagonismo de Carrió tienen que ver con la indudable capacidad que tiene de construir espacios políticos, que, reconozcámoslo, no es inferior a su capacidad de destruirlos. Tienen que ver también con su habilidad mediática, con lo funcional que resulta a los medios opositores y con la centralidad que logró hoy el tema de la corrupción en la agenda de los ciudadanos.

Pero, más que el “caso clínico Lilita”, nos interesa lo que su protagonismo revela sobre nuestra época.

La moral ha cobrado centralidad en la vida política. En su libro En torno a lo político, la politóloga Chantal Mouffe señala que en estos tiempos de un solo poder mundial hegemónico, las voces dominantes nos dicen que, derrotado el comunismo y con el debilitamiento de las identidades colectivas, ahora es posible un mundo sin enemigos. Los conflictos partidarios serían cosas del pasado. Las distinciones clásicas entre partidos de derecha y partidos de izquierda se fueron borrando hasta volverse irreconocibles (pregúntese, por ejemplo, cuánto conservaron de fuerza de izquierda los socialismos de Tony Blair, de Felipe González, el actual de François Hollande, etc.). Todo se fue al centro y, entonces, el consenso podría obtenerse a través del diálogo.

Así se instala una visión antipolítica que niega los antagonismos, que dice: “Ya no hay más izquierda y derecha, eso es viejo”. Y que nos persuade de que “ahora nos enfrentamos con una lucha entre el bien y el mal”. La proclamó Ronald Reagan al hablar del “imperio del mal” y la ratificó el ultra George W. Bush, al poner el acento en el “Eje del mal” refiriéndose a ciertos países enfrentados a EE.UU. Señala Chantal Mouffe: “Antes, el ‘nosotros y ellos’ se dirimía en términos de izquierda y derecha. Ahora el nosotros y ellos se dirime en términos del bien vs. el mal.

Y allí comienza el problema. Sencillamente, porque en una confrontación entre el bien y el mal el oponente sólo puede ser visto como un enemigo al que se debe destruir. Con el mal no se dialoga ni negocia. Por ese camino, la visión consensual del “fin de la historia” nos conduce paradójicamente a la muerte de la política, el diálogo, la negociación y todo entendimiento posible.

Advierte la politóloga que el giro de la política hacia lo moral consiste en asegurar la propia bondad mediante la condena del mal en los otros. “El hecho de denunciar a los otros siempre ha sido una forma poderosa y fácil de obtener una idea elevada del propio valor moral. Alguien lo definió como el ‘puritanismo del buen sentimiento’. Esta forma de autoidealización es lo que queda para que la gente escape de su propia mediocridad, arroje la maldad fuera de sí y redescubra alguna forma de heroísmo”.

Pero nos previene que este cambio de vocabulario “no revela que la política ha sido reemplazada por la moralidad, sino que la política se está expresando en registro moral”.

Desde luego que no fue Elisa Carrió la autora del sesgo moral de la historia. Desde tiempo inmemorial se ha instalado en el discurso popular la idea de que “nos vamos a salvar cuando nos gobierne un tipo decente”, como si la política fuera una sencilla operación de suma y resta y se pudiera incubar en Sábados de la bondad. Se niega la división entre derecha e izquierda, el borocotismo es una marca muy actual (Hugo Moyano se aparta del kirchnerismo para unirse a Francisco de Narváez, pero, ante el fracaso electoral del empresario, opta por coquetear con Sergio Massa; el socialista Hermes Binner votaría a Capriles si estuviera en Venezuela; el peronista Pino Solanas se UNE a la antiperonista Elisa Carrió; cierto trotskismo se alineó con quienes resistieron la Resolución 125). Se ocultan los intereses en conflicto, que están en la base de la sociedad capitalista (¿quién se beneficia con esta operación?), y se instala la idea profundamente reaccionaria de “buenos contra malos”.

Si fuera así, Domingo Cavallo, artífice de las políticas que llevaron al brutal crac de 2001, no tenía denuncias de corrupción. Era un hombre decente en los términos del “bien” contra el “mal”. Si hasta lloró con los jubilados...

Y Lilita (¿es realmente lectora de Hannah Arendt?), constructora de política y, a la vez, experta en demoliciones, ceba la idea de “enemigos absolutos” para lustrar su vestido de heroína de la política mientras defiende a capa y espada al poder mediático que le regaló el papel de estrella.



Miércoles, 20 de noviembre de 2013

   

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