Viernes, 1/11/2024   Paso de los libres -  Corrientes - República Argentina
 
Por Ernesto Laclau y Hernán Brienza
En el nombre del Colorado Ramos
Anticipo de los textos de Ernesto Laclau y Hernán Brienza para los dos tomos de Revolución y contrarrevolución.

Ernesto Laclau

Prólogo a La era del peronismo

Jorge Abelardo Ramos fue el pensador político argentino de mayor envergadura que el país haya producido en la segunda mitad del siglo XX. Hoy se da en la Argentina un resurgimiento del interés en su obra y un reconocimiento (tardío) de su significación. Premios con su nombre, republicación de sus obras, conferencias y seminarios dedicados al análisis de su enfoque histórico y político, son claros testimonios de ello. Lo que no es tan evidente, sin embargo, es dónde reside la especificidad de su intervención discursiva.

(...) Hay dos niveles fundamentales en los que el discurso ramista se movía: la tradición marxista y la tradición nacional-popular latinoamericana.

Cuando uno piensa al marxismo como espacio discursivo, se advierte que la historia de ese espacio estuvo dominada, desde sus mismos comienzos, por un hecho capital: el desplazamiento de las áreas de su aplicación hacia terrenos cada vez más heterogéneos respecto de aquellos para los cuales el modelo marxista había sido originariamente pensado: los países industriales avanzados de Europa Occidental. El socialismo era impensable excepto como resultado de la maduración de las contradicciones internas de las sociedades capitalistas plenamente desarrolladas. El marxismo estaba, en tal sentido, fundado en una homogeneización social progresiva. La tesis sociológica central era la de la simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo: el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas había de conducir a la desaparición de las clases medias y del campesinado, de modo que el conflicto final de la historia había de ser una confrontación directa entre la burguesía capitalista y una masa proletaria homogénea.

En la medida en que la lucha fuera por el derrocamiento del absolutismo/feudalismo, la tarea planteada era una revolución democrático-burguesa que debía ser liderada por la burguesía. Las fuerzas proletarias debían dar su apoyo a la burguesía en su lucha antifeudal, sin aspirar a hegemonizar esa lucha; y sólo después de un largo período de desarrollo capitalista, la revolución socialista entraría en el orden del día. El modelo de la gran Revolución francesa aparecía como el patrón universal de toda revolución democrático-burguesa.

La nitidez de este modelo comenzó a desdibujarse cuando trató de ser aplicado a experiencias históricas cada vez más distantes de las de Europa Occidental. Ya en 1898, en el manifiesto inicial de la socialdemocracia rusa, redactado por Peter Struve, se afirmaba que, a medida que se avanza del Oeste al Este de Europa, la burguesía es cada vez más débil, impotente e incapaz de llevar a cabo sus tareas democráticas. Recordemos el argumento, ya que es relevante para entender el abanico de opciones históricas tal como lo encararon Ramos y la Izquierda Nacional.

Los bolcheviques reconocían la debilidad estructural de la burguesía rusa, dado que el capitalismo en Rusia se desarrolló a través de las inversiones extranjeras. La revolución democrática seguía estando a la orden del día; por tanto, su liderazgo debía pasar a otras fuerzas sociales (en el caso del leninismo, a una alianza obrero-campesina).

Sin embargo, el resto del modelo se mantenía en pie: la revolución democrática seguía siendo una revolución burguesa, y esos límites burgueses no eran afectados por el hecho de que su liderazgo fuera socialista. El esquema lineal de las etapas se mantenía incólume. En poco cambiaba la vuelta de tuerca que Trotsky dio al argumento. Para Trotsky, un gobierno proletario que no llevara sus reformas más allá de los límites burgueses era una utopía: la burguesía desestabilizaría a ese gobierno con un lock out masivo. El mantenimiento del poder revolucionario requería, por tanto, pasar de la etapa burguesa a la etapa socialista de la revolución. Este proceso es el que Trotsky denominó “revolución permanente”. Pero incluso en el esquema trotskista el modelo teleológico de la sucesión de etapas se mantenía sin cambio alguno.

Puesto que la sucesión de etapas no estaba en cuestión (a la burguesa sólo podía suceder la socialista, ya fuera en el largo plazo, como en el bolchevismo, o en el corto, como en el trotskismo), era esencial mantener la pureza del partido proletario. Ninguna contaminación heterodoxa entre tareas y agentes debía ser tolerada. “Golpear juntos y marchar separados”, era el lema del leninismo.

Para Abelardo Ramos, el principio de la revolución permanente era el que estructuraba el conjunto de su estrategia política. Él no tenía, desde luego, una visión cortoplacista y ultraizquierdista de la transición de etapas, ni tampoco compartía el cosmopolitismo abstracto del trotskismo ortodoxo, pero la dualidad de etapas era para él fundamental. Aplicada a la Argentina, venía a decir algo más o menos así: la revolución nacional se había iniciado bajo banderas burguesas con el peronismo, y esos límites habían conducido a la derrota histórica de 1955; y hoy había que retomar el curso revolucionario y llevarlo hacia la Victoria bajo banderas socialistas. A las tres banderas históricas del peronismo (soberanía política, independencia económica y justicia social) había que añadir una cuarta: gobierno obrero y popular. La dualidad de partidos que esta visión implicaba condujo a la fundación del PSIN y al rechazo de la alternativa de constituir una corriente diferenciada al interior del peronismo. Recuerdo que nuestras discusiones estratégicas estaban dominadas por el sistema de alternativas procedentes de la Revolución rusa.

El mundo, sin embargo, iba cambiando ante nuestros ojos. Ya en los años ’20 se había advertido que los desajustes estructurales entre tareas y agentes no constituían una peculiaridad del desarrollo ruso sino un fenómeno mucho más vasto, cuya presencia era crecientemente pronunciada a medida que el discurso y la estrategia marxistas se aplicaban a contextos históricos y geográficos cada vez más dispares de los del capitalismo industrial avanzado.

Éste fue el conjunto de fenómenos de lo que se dio en llamar “desarrollo desigual y combinado”. En los años ’30 Trotsky habría de definir el nuevo contexto al afirmar que el desarrollo desigual y combinado es el terreno de todas las luchas sociales contemporáneas. Pero entonces, si toda lucha presupone una articulación heterodoxa de elementos, ¿qué es un desarrollo normal?

Al calor de esta reformulación político-conceptual, numerosos síntomas preanunciaban un cambio de paradigma. Mao hablaba de contradicciones en el seno del pueblo, con lo que se incorporaba al vocabulario comunista una nueva categoría, “pueblo”, que hubiera sido anatema para el marxismo clásico.
Y la misma estrategia de los frentes populares de los años ’30, si bien limitada y distorsionada por las direcciones estalinistas de los partidos comunistas que intentaban trabajosamente construir identidades colectivas nuevas.

Pero quien va a extraer las consecuencias teóricas de esta nueva situación será Gramsci. Para él, las identidades sociales no son simplemente identidades de clase sino identidades populares más amplias que él denominó “voluntades colectivas”. Y la articulación entre tareas y agentes pasa para él a ser un proceso contingente, una “guerra de posición” o “lucha hegemónica”. Comienza así a darse una transición a un discurso nuevo, de identidades populares globales, que requería abandonar el clasismo inveterado del marxismo clásico y su teleologismo histórico.

Si el discurso de Ramos no quedó entrampado en el cosmopolitismo abstracto del trotskismo, fue porque se insertó en otra tradición ideológico-discursiva: la del nacionalismo popular latinoamericano. Entender cómo esa inserción operó, nos obliga a iniciar nuestro argumento con otro détour. En una célebre conferencia, C. B. Macpherson, hablando de la relación entre liberalismo y democracia en Europa, afirmaba que, a principios del siglo XIX, en tanto que el liberalismo era un modo de organización política altamente respetado, “democracia” era un término peyorativo: se la identificaba con el gobierno de la turba y con el odiado jacobinismo. Fue necesario, según Macpherson, todo el largo y torturado proceso de revoluciones y reacciones del siglo XIX para llegar al compromiso –siempre inestable– entre las dos tradiciones, que se expresa a través de la fórmula “liberal-democrático”, como si ambas tradiciones hubieran confluido automáticamente, en una unidad sin grietas. Pues bien, nuestra tesis es que en América latina esas dos tradiciones nunca lograron unificarse. Tuvimos un Estado liberal que no era, sin embargo, en absoluto democrático. Era la expresión de oligarquías regionales que manipulaban a las masas a través de mecanismos clientelísticos. El resultado fue que cuando la movilización democrática comenzó más tarde, inicialmente de un modo sordo y básicamente reactivo, luego de manera más vocal y estructurada, no se expresará a través de las formas políticas del liberalismo sino en oposición a ellas. La expresión extrema de esta democracia antiliberal serán las dictaduras democrático-nacionalistas; pero en formas menos antitéticas tendremos regímenes que mantenían las formas del Estado liberal, pero en los cuales la democracia era el componente hegemónico. Pensemos, con todos sus matices y diferencias, en procesos tales como el que conduce en el año ’20 del Fuerte Copacabana al Estado Novo en Brasil, en el peronismo, en el primer aprismo, en la revolución de 1952 en Bolivia o en el primer ibañismo en Chile.

Para entender la estrategia discursiva de Ramos respecto de esta bifurcación –democracia y liberalismo– de la experiencia política latinoamericana, es útil apuntar a las dicotomías en torno de las cuales el liberalismo se constituyó como ideología dominante en nuestro continente. El sintagma matricial del liberalismo argentino fue, desde luego, “civilización o barbarie”; como todas las dicotomías, ésta opera una simplificación brutal del espacio discursivo: todo elemento social tiene que ser inscrito en un polo u otro de ese espacio. Usando un símil de la lingüística, podríamos decir que hay sólo dos posiciones sintagmáticas reconocidas, y que a partir de ellas se redistribuye el resto de los elementos en torno de relaciones paradigmáticas de sustitución.

Esta dicotomía de base creaba –es importante advertirlo– las condiciones para una traducción indefinida que aseguraba la continuidad del dualismo a través de todas sus versiones. El ímpetu fundamental del cambio histórico residía en el polo civilizado, en tanto que la barbarie era descrita en términos reactivos y de pura pasividad. De ahí había sólo un paso para hacer de la barbarie un sinónimo de cualquier tipo de resistencia a la colonización europea.

Franquearlo aseguraba al modelo una traducibilidad sine die. Y fue franqueado. Juan B. Justo veía en la derrota de la Argentina criolla el triunfo de una civilización de la que el socialismo había de ser su versión más avanzada. Y el comunismo traduciría la misma dualidad en términos de la transición del feudalismo al capitalismo. (Que la “barbarie” tuviera poco que ver con el feudalismo europeo poco importaba, ya que el mismo término “feudalismo” había también sido sometido a un proceso de universalización que lo privaba de toda historicidad –como lo sería “fascismo” más tarde, como término de denostación.)

Volver a pensar a las masas como agente activo de la historia requería, pues, en primer término, recobrar su historicidad. Lo que había sido reducido a un wasteland debía pasar a ser el sitio de una epopeya. Hegel había hablado de “pueblos sin historia”. Había, por tanto, que reintegrar las masas a la historia. Toda una reflexión alternativa respecto de la historia oficial habría de acometer esta tarea. No puedo aquí ni siquiera bosquejarla, pero para mencionar tan sólo un nombre, pensemos en el de José Carlos Mariátegui. Jorge Abelardo Ramos pertenece a esa tradición y ha contribuido a ella de manera prominente. Sus dos grandes libros –Revolución y contrarrevolución en la Argentina e Historia de la Nación Latinoamericana– representan un brillante intento de trazar una épica del pueblo como actor colectivo. Su tesis básica es que las áreas irredentas de los pueblos latinoamericanos –la unificación nacional, la autonomía económica frente al poder extranjero, la igualdad social– encuentran finalmente en la clase obrera el agente de su realización.

La visión de Ramos del papel histórico de la clase obrera es que esta última debía constituirse en el punto de confluencia de dos líneas procesuales: una de ellas, enraizada en la historia del marxismo; la otra, en la tradición nacional-popular latinoamericana. Esta pluralidad de puntos de articulación permitía elevar a la clase obrera, más allá de sus intereses corporativos, a lo que, en términos gramscianos, podemos llamar su “función hegemónica”.

Reconstituir esta doble línea histórica era, para Ramos, parte integrante de la formación de la conciencia proletaria.

Vista con perspectiva, la obra de Ramos representa un punto de inflexión clave en la historia de la izquierda argentina. Con él se rompe el cordón umbilical que mantenía atada a la izquierda al imaginario histórico del liberalismo oligárquico. Leer a Ramos es un imperativo para todos aquellos que quieran construir un discurso político concorde con las experiencias políticas actuales.

El de Ramos fue el pensamiento más radical en la historia de la izquierda argentina. Su pensamiento avanzó a través del revisionismo histórico en una comprensión de la historia argentina en la cual la noción de los actores colectivos se modificó de una manera fundamental. Hoy en día muchas de sus teorías son moneda corriente porque han sido tan aceptadas que no se aprecia debidamente la originalidad profunda y el coraje intelectual y político que implicaba plantear estas cosas en ese momento. Ramos mostró su coraje político fundamental en los años ’40, en el apoyo crítico que dio al peronismo en un momento en que toda la izquierda argentina estaba endeudada al liberalismo oligárquico más banal.

Pero además en ese momento nosotros teníamos un revisionismo histórico, pero un revisionismo histórico de derecha, fundamentalmente. Lo que Ramos hace es ligar una perspectiva revisionista a un pensamiento de izquierda.

Y eso tuvo una profundidad y una originalidad que perduran todavía hasta el presente.
Yo trabajé con Ramos políticamente durante cinco años, y durante ese período trabajamos estrechamente. Hubo una gran compenetración para mi formación intelectual: la relación con él fue uno de los puntos de referencia, y es todavía uno de los puntos de referencia, hasta tal punto que todavía tengo algunas conversaciones imaginarias con él.


Hernán Brienza

Prólogo a La factoría pampeana

Jorge Abelardo Ramos es un intelectual “inclasificable”. No es un historiador académico, claro. Mucho menos, un periodista profesional de esos que se refugian entre objetividades e independencias de turno. Tampoco era un intelectual con sede ideológica en Francia, en Moscú o en Estados Unidos. Tenía la prosa de un ensayista apasionado, herencia de ese exquisito género decimonónico argentino; sin embargo, no era estrictamente un ensayista. A principios del siglo XIX, existía un concepto que siempre me pareció adecuado para definir a los cultores de la mejor tradición argentina: la del escritor público.

Pero, ¿qué es exactamente un escritor público? Se trata de alguien que puede entrar y salir de los géneros con absoluta libertad, que no tiene un campo de acción específico a la hora de elegir las herramientas para la expresión y la comunicación, que abarca distintas disciplinas, pero que todas ellas se caracterizan por su condición de cosa pública. Son hombres que escriben sobre lo común, sobre aquello que nos pertenece a todos y a todas, sobre pasado, presente y futuro compartidos. Jorge Abelardo Ramos es uno de los mejores exponentes del siglo XX de esta categoría de intelectuales. Junto a los tres mosqueteros del pensamiento nacional –Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui y Raúl Scalabrini Ortiz–, el Colorado viene a ser algo así como un joven D’Artagnan que se destaca por el uso de su pluma.

Padre del concepto “izquierda nacional” en oposición a la izquierda tradicional internacionalista –el Partido Comunista y el Socialista– y al nacionalismo oligárquico –sostenido ideológicamente por Leopoldo Lugones, los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, entre otros–, durante años, Ramos lideró el Frente de Izquierda Popular, que acompañó siempre al peronismo con cercanía, y años después, fundó el Movimiento Patriótico de Liberación.

Personaje singular y original dentro del pensamiento argentino; fue más conocido por su color que por su nombre, pero sobre todo por sus originales y provocativas ideas.

Nacido en el barrio de Flores el 23 de enero de 1921, era hijo del militante anarquista Nicolás y de Rosa Gurtman, una muchacha de familia socialista, pero que admiraba a Hipólito Yrigoyen, porque éste le había conseguido personalmente un trabajo en el Ministerio de Agricultura. Sus primeros pasos políticos, Ramos los hizo de la mano de un tío, que lo llevaba a los encuentros del Partido Socialista.

Pero fue en el Colegio Nacional Buenos Aires donde comenzó su militancia al calor de los enfrentamientos por la Guerra Civil española. Allí leyó al anarquista Rafael Barrett y comenzó a interiorizarse en el pensamiento de León Trotsky. Su admiración por el líder ruso exiliado lo conectó con el grupo de Liborio Justo, conocido como “Quebracho”, hijo marxista del presidente Agustín P. Justo. Juntos formaron el Grupo Obrero Revolucionario (GOR,) integrado, además, por Mateo Fossa, Luis Alberto Murray, Ángel y Adolfo Perelman y Constantino Degliuomini, entre otros. Pero la gran preocupación del Colorado era de qué manera aplicar las teorías de análisis marxistas a la realidad “criolla”. Y el peronismo fue la justificación de gran parte de sus ideas.

Periodista de vocación, trabajó en Noticias Gráficas, donde escribió la columna política “De frente y de perfil” con el seudónimo de Antídoto. Luego, en 1953, tras el acercamiento entre el Partido Socialista de la Revolución Nacional, dirigido por Enrique Dickmann, y el peronismo, Ramos comenzó a escribir bajo el alias de Víctor Almagro en el diario Democracia, donde también escribía Juan Domingo Perón con el nombre de Descartes.

Tras el brutal golpe del ’55, Ramos y el PSRN, a pesar de estar proscriptos, publican el periódico Lucha Obrera. La experiencia dura poco y, entrado el año ’60, el Colorado abre la librería Mar Dulce, que funcionó como un lugar de encuentro y una usina de las ideas de la izquierda nacional. Como producto de esas rees, en 1962, Ramos funda el Partido Socialista de la Izquierda Nacional junto con Jorge Enea Spilimbergo, Manuel Carpio y Luis Gargiulo, entre otros. Ernesto Laclau, Blas Alberti y Adriana Puiggrós se incorporarán más tarde al partido.

Por aquellos años, interviene en la polémica sobre las posibilidades revolucionarias y desecha duramente las posiciones foquistas, a las que consideraba heterodoxas y suicidas.

En 1967, Ramos recibe una carta de Perón en la que el General reconoce desde Madrid su pertenencia orgullosa a la “izquierda nacional”. Esa vinculación será clave para el desarrollo político posterior del Colorado y de sus análisis respecto de la acción a llevar adelante en la década del setenta. Lo cierto es que más allá de la exagerada carta de Perón, entre ellos se estableció un contacto y una relación de mutua simpatía que les traería réditos a ambos políticos. Cuatro años después, el 9 de diciembre de 1971, el Colorado funda el Frente de Izquierda Popular (FIP) basado en dos consignas: “Perón presidente” y “Patria socialista”. Y en septiembre de 1973 esa relación entre Perón y Ramos iba a dar sus frutos: el FIP presentó al General como candidato a presidente, pero por afuera del Frejuli, y el resultado fue que esa lista obtuvo casi 900 mil votos.

Pero más allá de sus peripecias políticas, Ramos fue uno de los intelectuales más interesantes del siglo XX. Aplicó al revisionismo histórico –junto a otros como Rodolfo Puiggrós o Rodolfo Ortega Peña– la mirada marxista y de clase que enriqueció un discurso que parecía anquilosado en las primeras décadas de esa centuria. Su primer libro importante fue América latina, un país (1949), en el que plantea la necesidad de retomar el proyecto de la Patria Grande, “aquella gloriosa nación que midieron las espadas de Simón Bolívar y José de San Martín”.

Pero el libro que marcó su producción literaria fue Revolución y contrarrevolución en la Argentina (1957), una revisión histórica del país en la que trastoca los principales puntos de las escuelas oficial y revisionista clásica.

Para el Colorado las acciones de Mayo de 1810 no son el inicio de un movimiento consciente de liberación nacional, sino que son parte de una revolución democrática que incluye a la península. Recién luego de que fracasa la revolución liberal en España es que se produce la balcanización de nuestro continente.
A partir de esa nueva mirada, el Colorado les asignará a los caudillos el rol de bastiones defensivos del espíritu nacional plebeyo, que enfrentarán a Buenos Aires ya sea en la versión unitaria o de Rosas, vinculados ambos por el usufructo monopólico del caudaloso recurso de las rentas de la aduana porteña.

De esa manera, Ramos se desmarca del revisionismo rosista. Pero quizás la principal novedad del libro consista en la revalorización que hace de Julio Argentino Roca y su rol de modernizador del Estado argentino frente al Ejército, al que considera como una verdadera burguesía nacional. Esta concepción de la Fuerza –Historia política del Ejército Argentino (1958)– le permite, entonces, hacer un puente entre los generales Enrique Mosconi, Manuel Savio y el propio Perón, como personajes de una línea diferente de la fusiladora y degüella-gauchos de Mitre-Aramburu-Videla, por citar algunos nombres.

Este IV tomo abarca una etapa aparentemente menos trascendental que otras retratadas en los anteriores. Comparado con el celebrado Las masas y las lanzas (1810-1862), o con su trabajo sobre el roquismo en Del patriciado a la oligarquía (1862-1904) o, incluso, con su inteligente mirada a contrapelo y con matices sobre el yrigoyenismo en La bella época (1904-1922), esta cuarta parte se aboca a estudiar una era en la que no existe un sujeto político y social que represente a la “Revolución” en esta dialéctica marxista que establece Ramos a lo largo de toda su obra. En estas páginas, analiza con equilibrio y sin lugares comunes el alvearismo, los últimos años de Hipólito Yrigoyen, el surgimiento y la profundización de la matriz del nacionalismo oligárquico y las contradicciones del socialismo justista.

Un párrafo aparte merece su análisis de la crisis del 29 al interior de la oligarquía argentina y el inicio del proceso de sustitución de importaciones que comienza en los años treinta. Con las herramientas que Ramos aplica como pocos –el marxismo–, desmenuza los distintos personajes y proyectos que se suceden en la Década Infame, sin una moralina escandalizadora –el “honestismo”, como se lo llama ahora–, pero con una agudeza inigualable para entender por qué la corrupción y el fraude electoral eran intrínsecos y necesarios para la supervivencia de la vieja oligarquía de la factoría pampeana.

Leer a Ramos es una aventura del intelecto, porque si bien utiliza un esquema dialéctico, no se centra en una sola condición para definir lo “revolucionario”.

Comprende que el análisis debe abarcar una serie de variables que incluyen la lucha de clases, pero que es superada o acompañada por diferentes paliativos, por ejemplo, el industrialismo versus el agrarismo rentista, las mejoras concretas de subsistencia de los sectores del trabajo, la disputa geográfica entre provincias y puertos, y por sobre todas las cosas, la clave de la liberación nacional frente a la presión de los imperialismos de turno. El Colorado sabe que no hay revolución social sin liberación nacional, ni viceversa, y allí está la riqueza del análisis que recorre toda su obra.

Por último, leer a Ramos también es un placer estético. Su pluma es la de un gran escritor, ofrece descripciones minuciosas, giros literarios, metáforas, construcciones irónicas que lo catapultan a un lugar inclasificable: ni historiador académico ni periodista profesional ni militante panfletario. El Colorado es un espadachín de la lengua política, un mosquetero latinoamericano, un escritor público que sutura las heridas de un país pequeño que, como él siempre dijo, fue paisito porque no pudo ser Patria Grande.


Martes, 3 de diciembre de 2013

   

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