LA MUESTRA INDUSTRIA ARGENTINA APAGADA/ENCENDIDA EN LA CASA DE LA MILITANCIA DE HIJOS EN LA EX ESMA Las cosas de la vida El universo de los objetos cotidianos es producto de un modelo de producción y de sociedad. La exposición señala la destrucción causada por el terrorismo de Estado y la recuperación en estos años de las cosas nuestras, las que dicen “Industria Argentina”.
Los fósforos con los que se enciende la hornalla, la radio que se enciende para acompañar los ritos de la mañana, la heladera que ha conservado intacta la forma de la manteca, el mate que entibia la mano de quien va a despejar las hilachas de sueño con el primer trago, caliente y amargo. La hebilla que se acomoda en el pelo de la niña para ir a la escuela, las zapatillas de trabajo, el jabón blanco cuya estela se vuelve inocua a la piel del bebé, la birome con la que se anotan las primeras tareas o se firman las notas del cuaderno de comunicaciones. Cuando están ahí, sirviendo a sus fines, las cosas se vuelven invisibles. Están hechas para eso, para colarse entre la rutina y los afectos, para facilitar la vida cotidiana. Pero como el amor, la falta les da relieve, su ausencia puede trabar mucho más que el discurrir de un día. Y aun así, aun cuando sepamos de la importancia de la chispa para encender el fuego de la mañana, hay que hacer foco sobre esa chispa para escuchar todo lo que tiene para decir: que hubo una idea para encerrar esa chispa en un objeto, que hubo trabajadores y trabajadoras produciendo el objeto, que hay reglas y luchas detrás de la organización de ese grupo humano que pone manos a la obra, que la obra, además, depende de otras tantas reglas y medidas que pueden favorecer o destrozar la posibilidad de producir eso que se acomoda entre nuestras manos para hacer sencilla, por ejemplo, la rutina del de- sayuno. Las cosas de la vida hablan de nosotros, de cada uno y cada una, del país donde se producen, del sistema político que las favorece o las descarta.
Las cosas tienen también una dimensión política y es a esta dimensión adonde apunta la muestra Industria Argentina Apagada/Encendida, instalada en la ex ESMA, más precisamente en la Casa de la Militancia de la agrupación HIJOS. Un recorrido que “enfoca el universo de los objetos cotidianos. Los bienes comunes que nos asisten en el habitar, la alimentación, la educación, el trabajo, la salud, el transporte y el recreo. Nuestras ‘cosas para la vida’. La muestra señala la destrucción de estas cosas y del modelo socioproductivo del cual emergían como el aspecto menos percibido entre las consecuencias del terrorismo de Estado”, dice Carolina Muzi, su curadora y agrega: “Hoy tenemos lo nuestro (cosas que dicen industria argentina, en la escala que va de un avión a un condón o de una computadora a una golosina) en el marco de una gestión que desde 2003 apostó primero por la reparación moral Memoria, Verdad y Justicia. Y a la par, por la autonomía a partir de la reactivación con industria y desarrollo social. Y esto, además del trabajo como derecho humano fundamental, genera esa posibilidad de ejercicio de soberanía que encierra usar cosas de diario que digan impreso industria argentina: una lámpara de quirófano, una bicicleta, una compu de Conectar Igualdad, entre otras muchas cosas”.
Apagada
La invitación es a entrar a una inmensa caja negra de 30 metros de largo, con un mueble central de 20 metros donde los objetos, amorosa y sintéticamente expuestos –gracias al arte de Alejandro Ros–, de inmediato empiezan a emitir una corriente de afecto por la proximidad de muchos de ellos, por el modo en que apelan a la memoria individual y colectiva. Ahí están objetos emblemáticos como la primera birome creada por Ladislao Biro y también la rotuladora Sylvaletra, esa que quienes fueron niños en los ’70 deseaban como objeto de categoría, invento argentino que delata la marca en el orillo del diseño producido en estas latitudes: la innovación. Pero a la vez que se van descubriendo estos tesoros que en otro momento no eran tales, como el sistema Bebesit –esa hamaquita que de tan sencilla parece mentira que haya sido inventada, apenas una estructura de metal y una lona, perfecta porque el mismo bebé con sus pataditas el que se mece y se calma– o el Wincofon con un disco de colores que todavía suena con los éxitos de Alta Tensión; a la vez que la memoria fluye en anécdotas que se transmiten de padres entusiasmados a hijos incrédulos frente al modo en que se escuchaba música hace cuatro décadas, la información sobre la suerte de estos objetos y sobre quiénes y cómo los producían también fluye en textos iluminados en pantallas de leds que dicen, por ejemplo, que el 67 por ciento de los desaparecidos eran trabajadores formales, que 143 empresarios fueron secuestrados durante la dictadura y 11 de ellos continúan desaparecidos. Que desde el primer día del golpe de Estado de 1976 el derecho a huelga y las paritarias fueron prohibidos igual que las elecciones sindicales, las asambleas y toda actividad gremial, que la participación de los asalariados en el ingreso nacional pasó del 43 por ciento en 1975 al 22 por ciento en la crisis hiperinflacionaria de 1982. Todavía se puede seguir adelante en la recorrida de los objetos queridos, aun con el chirrido de esta información cercando a quien mira. Se puede encontrar por ejemplo a “la grandota hogareña”, la heladera Siam icono de los hogares argentinos desde los ’50 –y hasta dos décadas después, ya que la dinámica de reposición de los objetos tenía entonces otro ritmo, mucho más lento– en su versión de los ’70. Es el último hito antes de doblar por el recodo que propone la instalación, ahí donde es una publicidad la que termina de develar los cruces que se proponen en este recorrido. En una televisión, tal cual como se veía en los años oscuros, corre en continuo la propaganda que muestra una silla con la leyenda “industria argentina” que se rompía como signo de mala calidad para dar una fundamentación simbólica y positiva al “industricidio” que ya se puso en marcha con la dictadura. “La Industria Apagada hace referencia a esta etapa, en la que los bienes de consumo diario eran suplantados por otros importados, un proceso que inicia la dictadura y termina la economía neoliberal de los ’90 como industricidio –dice Muzi–. Claro que en todo esto hubo grandes beneficiados y hoy, mientras se empieza a desovillar el contenido de un golpe de Estado que no fue sólo militar sino también cívico, es importante recordar que las grandes firmas estatizaron su deuda privada generándole al país pérdidas de 23 mil millones de dólares.” Se estaba instaurando un país para pocos, ésa es la razón del disciplinamiento de la sociedad a través de la desaparición forzada de personas, la tortura seguida de muerte y el robo de bebés. Así era posible el desmantelamiento del aparato productivo y los lazos de sus trabajadores que apenas pudieron resistir el embate.
Encendida
“El 29 de mayo de 1976, mi mamá se tuvo que ir sola con los cuatro chicos. Yo tenía 8 años y mi hermano más chiquito, meses. Fue toda una odisea. Desde ir a Ezeiza lo más disimuladamente posible hasta mudar una casa en un avión, llevando, además, a cuatro nenitos. Como pudo, mi madre levantó la casa. Y es muy significativo ver qué cosa precisas –y preciosas– eligió mi mamá para llevarse al exilio. Una fue la radio Noblex 7 Mares que cargó mi hermano en la mochilita que mi abuela cosió especialmente a partir de un vaquero viejo. Aún hoy, esa radio está en la casa de mi madre. Fue y volvió del exilio. Gracias a esa radio escuchamos toda la Revolución Sandinista desde Chicrín (Pasco, Perú), donde vivíamos y en el que mi viejo, arquitecto, trabajaba como maestro mayor de obras en una compañía minera porque no podía revalidar el título. Otro objeto industrial argentino que llevamos al exilio fue la Marmicoc, la olla a presión con válvula, y el Magiclick. Mi vieja también los conserva. Las tres cosas que fueron al exilio fueron y volvieron porque son los objetos fundantes de la vida familiar. Son tan parte de la vida de mi mamá que creo que la vamos a enterrar con esos objetos.” Así habla la investigadora Ana Longoni, doctora en Artes y referente en los cruces entre arte y política sobre el valor de los objetos en uno de los textos que integran el catálogo de la muestra Industria Argentina Apagada/Encendida. Longoni dirige un grupo de investigación multimediático sobre arte, cultura y política durante la dictadura y sus secuelas en el tiempo. En ese mismo texto recuerda que fue la Cámara de Agencias de Publicidad una de las primeras en reunirse con Videla en 1976 y cómo a partir de la publicidad se buscó crear hegemonía en el pensamiento. Cómo, por caso y para decirlo de manera sencilla, aprendimos a creer que la industria nacional era descartable y cuánto necesitábamos de los objetos importados.
Así, con la larga noche de la muerte que se imponía a la vida, también se inició la noche para las cosas de la vida. Lo importado era sinónimo de jerarquía, la industria nacional se apagaba, los objetos no eran bien de uso si no eran descartables. La crisis del 2001 fue la que funcionó como interruptor. La que comenzó a iluminar, no sólo los objetos pero también a ellos, con otra luz. Cuando no se podían comprar zapatos nuevos, hubo que emparchar los viejos y los zapateros volvieron a su oficio. Cuando las empresas que quedaban empezaron a cerrar como parte del último tramo del apagón masivo, trabajadores y trabajadoras se negaron a perder su condición y pusieron su cuerpo como fusible de una corriente de revalorización de “lo nuestro” para mantener las máquinas encendidas. A la necesidad de sustituir importaciones se le dio respuesta de diversas maneras: la más contundente a nivel social fue la de las empresas recuperadas: están en la muestra los simbólicos y contundentes casos de Cristalux, hoy Cooperativa Cristal Avellaneda, la que hace Durax; Brukman, Cooperativa 18 de Diciembre con sus uniformes para Aerolíneas diseñados por Pablo Ramírez, la ex Zanon hoy una de las recuperadas por el movimiento obrero FaSinPat (Fábricas Sin Patrones). Y otra forma de respuesta, explica Carolina Muzi, “fue desde el diseño, con las canteras de profesionales que había formado la universidad pública desde los ’70 y no tenían dónde volcar su ejercicio en un país desindustrializado. Para este sector, la crisis 2001 fue como la guerra de Malvinas para el rock nacional, porque lo hizo mirar a sus fuentes, los materiales y saberes nativos, las huestes vernáculas, la posibilidad de innovación social articulando con artesanados, el diálogo con los vecinos latinoamericanos y el comienzo del fin de una mirada eurocéntrica”.
Estas experiencias se conjugan con la oportunidad histórica que significó la gestión kirchnerista. Como periodista dedicada al diseño y la cultura material, Carolina Muzi pudo observar cómo se difundió, en la última década, el diseño del país en misiones oficiales de las que ella misma participó –a Tokio, a Londres en el Bicentenario– y la articulación entre diseño, ciencia y tecnología o desarrollo social para hacer posible la innovación, los negocios inclusivos, la autonomía. “Hoy esto está atravesado –explica Muzi– por una herramienta interministerial de gestión, que es inédita en nuestra historia con programas cruzados entre ministerios, como Argentina Trabaja, Capital Semilla, Sello de Buen Diseño, Marca Colectiva, entre otras.”
Así, en el segundo tramo de la muestra hay registro de la revitalización de la industria nacional. Se pueden encontrar objetos producidos por empresas recuperadas, logros cooperativos como las Briquetas, ese carbón que prende tan fácil el asado de los domingos o juego infantiles como los ladrillos Rasti que hasta fin de los ’70 se fabricaban y exportaban en la Argentina por Knitaxx. Los Rasti tuvieron su propia operación rescate: Brasil compró la marca cuando la empresa fundió en los ’80 pero en 2007, alentados por el nuevo contexto de sustitución de importaciones, los jugueteros nacionales Dimare Hermanos fueron a buscar la matricería a Brasil hasta dar con ésta, poder comprar la marca y relanzarla como industria argentina. También se pueden encontrar los objetos de Colombraro, una pyme que se sostuvo desde 1965 y que fabrica tanto los baldes y las palas de playa para los chicos como los organizadores de cocina y otros objetos de plástico. Cepillos, jabones, duchas solares, molinos movidos por energías sustentables, la revalorización de la cadena del cuero; todas experiencias traducidas en objetos que también se cruzan con una información que fluye en textos iluminados y que habla de este país, otro país respecto del que se intentó refundar en 1976. “La industria generó más de un millón de puestos de trabajo en la última década”, “en la última década la producción de bienes de capital creció un 185 por ciento y se crearon 30.000 nuevos empleos en el sector”, “las pymes son el motor de la industria y el empleo”, “las pymes son el 99 por ciento del total de las empresas, generan el 60 por ciento del empleo, el 45 por ciento de las ventas totales”, “son 229.000 las pymes creadas en la última década. Y 603.000 las empresas (10 por ciento industriales)”, “Argentina registra el período de desarrollo industrial más prolongado e intenso de los últimos 110 años”. Todas esas frases pueden leerse mientras los objetos con su cotidianidad acercan veracidad a las sentencias. Ahí están por ejemplo los nuevos diseños de mates, en siliconas, vidrio o cerámica que empezaron a renovarse en los últimos diez años después de una tradición de 500 que da cuenta de una economía política en tensión en torno de las yerbateras que todavía está por resolverse y que aquí encuentra un modo de hacerse visible.
“Esto es sólo una muestra –concluye Muzi– ordenada en una caja oscura no con una visión restrictiva sino, muy por el contrario, conceptualmente trata de poner en la superficie dos dimensiones: la de las cosas en la corporización estática y 3D de estas mismas y la de la información que contamos en una narración museográfica y en la dinámica de los textos con información que fluyen en las pantallas y nos recuerdan, a 30 años de recuperada la democracia, que Nunca Más.”
Ruleros
Por Marta Dillon
Tenía cuatro años y estaba tomando la leche en la cocina de un departamento en el piso 18 al que me había mudado llamándolo “papamento”. Para ese momento yo hablaba perfecto y mis hermanos menores aún no habían nacido, así que puedo calcular mi edad con bastante exactitud. Entonces pasábamos bastante tiempo en la cocina, ahí era donde comíamos los chicos –ya tenía un hermano–, ahí hacíamos torres de conservas, ahí se hacían los escones para despertar a mi papá los domingos. Creo que soy capaz de recordar la superficie de fórmica blanca de la mesa, aunque después, cuando volvamos a mudarnos, la fórmica será marrón y tendrá vetas artificiales de madera; no veo por qué habríamos de vender una mesa blanca para comprar otra tan fea. Sé mucho de superficies de mesas porque siempre me costó comer, nada que no fuera blanco me gustaba del todo y me obligaban a quedarme sentada hasta tanto no hubiera terminado mi plato. Eso significaba largos diálogos entre la mesa y yo a la espera de que algo suceda para que me dejaran irme sin tener que tragar la comida. Pero la de la leche era otro tipo de ceremonia; menos conflictiva pero igual de larguera, creo que siempre fui morosa para cualquier cosa que tuviera que hacer. A la hora de la leche, la caja de Vascolet me acompañaba y me gustaba hablarles a los personajes de la etiqueta. Fue una de esas tardes cuando metí la pata.
“Qué lindo debe ser tener una mamá así de linda”, dije como embobada frente a esa modelo castaña toda sonrisas con un modelo de marido y un modelo de hijo todos apretados en un abrazo para entrar en la foto. Mamá se ofendió a muerte. ¿Cómo le iba a decir eso a ella, la de los ojos celestes como el agua y los 101 candidatos? Me apuré a manchar a la modelo con el chocolate que me quedaba en la cuchara, le mostré lo fea que había quedado, le dije lo mucho que la quería. Pero el daño ya estaba hecho. Un daño horrible que me persiguió por mucho tiempo igual que esa escena en la que corrí a separar las manos de mi mamá y mi papá mientras caminaban por la calle para que me dieran una cada uno a mí –meses después se separarían para siempre–. No sé si fue peor haberla ofendido o escuchar de su boca lo linda que la veía el resto del mundo, todos menos yo. ¿Y que culpa tenía yo si la chica del Vascolet tenía el pelo lacio? Lacio, largo, castaño, parejo. El pelo lacio era todo, era una aspiración de máxima; y no sólo para mí que le tenía más miedo al peine que a la policía –y una melena enrulada y rebelde que nunca me dejaban llevar suelta–. También era todo para mi madre. ¿O no dormía ella con la toca puesta? A la noche, después de comer, yo me paraba en el baño a su lado, muy derechita, sacando de una bolsa de tela abierta al medio como una vulva una cantidad indeterminada de pinzas de metal que le iba pasando de a una para que se pudiera sujetar el pelo al cráneo, bien estirado, bien pegado, estático como un casco. Y como una corona sobre su noble cabeza un rulero gigante envuelto con el pelo que había quedado dentro de los límites de un cuadrado perfecto que diseñaba con el peine sobre el cuero cabelludo. Ese rulero era la mayor de mis intrigas, ¿cómo podía servir para dejar el pelo lacio si los ruleros, por definición, sirven para enrular? Mi abuela los usaba para eso, de otro tamaño, es cierto. Y se ponían de a muchos, por toda la cabeza. Sacarlos era un acto para el que también solía ser convocada, yo era la depositaria de las pinzas. Pero no se parecía en nada a la rutina de la toca. El pelo de mi abuela era finito y corto, la complicada arquitectura capilar que quedaba una vez quitados los andamios parecía una sucesión de garras prendidas a la cabeza y el spray con que se los fijaba me hacía arder los ojos. En cambio con mamá, era la elegida. La que veía los hilos con los que se sostenía la apariencia cotidiana, ella se hacía la toca y me preguntaba pavadas de la escuela y yo sentía que estábamos unidas por algún secreto de Estado, cosas de mujeres, cosas nuestras que los tres varones que me siguieron nunca iban a poder compartir. Recuerdo haberle preguntado, cuando empezaba a leer por ese impulso vanguardista con el que me enseñaba todo antes, qué quería decir “made in argentina”. Y me acuerdo su furia, no por mi inglés mal pronunciado, sino por los cipayos hacedores de ruleros que se hacían los tilingos poniendo el sello de fábrica en un idioma foráneo y colonizador como era ése. Nunca me contestó qué quería decir. Tampoco me dijo cómo se pronunciaba esa frase leída en el borde de ese artefacto al que mi hermano Santiago intentó más de una vez poner sin ningún éxito un globo en la punta para hacerse una gomera. Me lanzó su discurso nacional y popular mientras terminaba su tocado y lo cubría con un pañuelo de seda mientras se miraba muy cerca del espejo y se pasaba la lengua por los dientes que su boca nunca llegaba a ocultar del todo. “Inglés hay que aprender pero sólo para conocer al enemigo”, terminó a sabiendas de que en el jardín ya me habían enseñado a decir the rose is red, the violet is blue... “pero nosotros hablamos castellano, castellano”. Supongo que habrá visto mi cara de desconcierto y por eso me ofreció hacerme la toca a mí en un ritual de pasaje que se completó al otro día cuando nos sacamos las pinzas. Ese día me sentí grande por primera vez y supe por qué ella decía de mí que yo era Martita, su compañera. Para cuando entendí qué quería decir “made in” mi madre ya estaba desaparecida y lo que seguía no era “Argentina” sino “china”. Era la época de la plata dulce, de la destrucción de la industria nacional y del silencio de muerte en torno de mi madre. Ya nadie me decía compañera. Tampoco me hacían la toca, aunque mis rulos siempre fueron igual de molestos para el resto del mundo.
Toda una vida después, volví a buscar los ruleros, esta vez por Internet, segura de que ya nadie los fabricaría. Me equivoqué, ahí estaban, de todos los tamaños e “industria argentina de exportación”. También había otra oferta en el portal de compra y venta: “set completo, bolsa, ruleros y pinzas; bien oldie”. Confieso que esa palabra cipaya, al final, tuvo un dejo de sabor a derrota.
Por Marta Dillon.
Lunes, 9 de diciembre de 2013
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