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MUNDO
Intervención occidental y la mentalidad colonial
En estos tiempos de ‘revoluciones de color’ el lenguaje se ha vuelto al revés. Los bancos se han convertido en los guardianes del medio ambiente natural, fanáticos sectarios son ahora 'activistas' y el imperio protege al mundo de los crímenes mayores, en lugar de cometerlos.


La colonización de la lengua esta en camino a nivel mundial, entre las poblaciones con altos niveles de educación, pero es particularmente virulenta en la cultura colonial. 'The West', el autodenominado epítome de la civilización avanzada, reinventa con vigor su propia historia, para perpetuar la mentalidad colonial.

Escritores como Fanon y Freire señalaron que los pueblos colonizados sufrian daños psicológicos y es necesario 'descolonizar' sus mentes, a fin de llegar a ser menos deferente hacia la cultura imperial y para afirmar más los valores de sus propias culturas. Por otro lado se ve el legado colonial en las culturas imperiales. Los pueblos occidentales mantienen su propia cultura central, si no universal, y tienen dificultades para escuchar o aprender de otras culturas. Cambiar esto requiere un poco de esfuerzo.

Las élites poderosas están muy conscientes de este proceso y tratan de cooptar fuerzas vitales dentro de sus propias sociedades, colonizando el lenguaje progresista y trivializan el papel de otros pueblos. Por ejemplo, después de la invasión de Afganistán en 2001, la idea de que las fuerzas de la OTAN estaban protegiendo a las mujeres afganas se promovió y ganó popularidad.

A pesar de la amplia oposición a la invasión y la ocupación, esta meta ‘humanitaria’ apeló al sentido misionero de la cultura occidental. En el 2012, Amnistía Internacional puso carteles que decian 'OTAN: que mantenga el progreso', sobre los derechos de las mujeres en Afganistán, mientras que el Instituto George W. Bush recaudó fondos para promover los derechos de las mujeres afganas.

El balance de la situación, después de trece años de ocupación por la OTAN, no es tan alentador. El informe del PNUD de 2013 muestra que sólo el 5,8% de las mujeres afganas poseen alguna educación secundaria (el séptimo más baja del mundo), la mujer afgana en promedio tiene 6 bebés (la tasa igual tercera más alta del mundo, y vinculado al bajo nivel educativo), la mortalidad materna es 470 en 100,000 (igual décimo-novena entre los mas altos del mundo) y el promedio de la esperanza de vida es de 49,1 años (igual sexta más baja del mundo). Este ‘progreso’ no es nada impresionante.

En muchos sentidos, la larga ‘guerra feminista’ en Afganistán se basó en el legado británico en la India colonial. Como parte de la gran ‘misión civilizadora’, el imperio afirmó estar protegiendo a las mujeres indias del 'sati', una práctica en que las viudas se arrojan (o son arrojadas) en la pira funeraria del marido. De hecho, el dominio colonial trajo pocos cambios a esta rara práctica. Por otra parte, el empoderamiento más amplio de las niñas y las mujeres en el marco del imperio británico era una triste broma. En el año de independencia la tasa de alfabetización de los adultos alcanzó sólo el 12%, y el de las mujeres mucho menos. Mientras que la India aún está atrasado en muchos aspectos, el progreso educativo fue mucho más rápido después del 1947.

Tales hechos no han frenado a historiadores como Niall Ferguson y Lawrence James, los que tratan de sanear la historia colonial británica, sobre todo para defender las intervenciones más recientes. Podría parecer difícil de justificar el colonialismo, pero el argumento parece tener una mejor oportunidad entre los pueblos con una historia colonial, ellos que buscan alguna forma de reivindicación desde dentro de sus propias historias y culturas.

El lenguaje norteamericano es un poco diferente, ya que los Estados Unidos de América afirman que nunca han sido una potencia colonial. El hecho de que las declaraciones sobre la libertad y la igualdad fueron escritos por los propietarios de esclavos y limpiadores-étnicos (la Declaración de Independencia de Estados Unidos tiene la fama de atacar a los británicos por la imposición de límites en la incautación de las tierras nativas americanas) no ha atenuado el entusiasmo por esos finos ideales. Esa tradición hábil sin duda influye en la presentación de las recientes intervenciones realizadas por Washington.

Después de las invasiones de Afganistán e Irak, vimos un cambio de enfoque, con las grandes potencias enlistando fanáticos sectarios contra los estados independientes de la región.

Incluso el nuevo estado iraquí, que emerge de las cenizas, después del 2003, fue atacado por estos fanáticos. La 'primavera árabe' vio Libia pisoteado por una pseudo-revolución, apoyada por los bombardeos de la OTAN, luego entregado a grupos de al Qaeda y a colaboradores con los poderes. El pequeño país que una vez tuvo el nivel de vida más alto en África retrocedió décadas.

Luego vino la Siria valiente, que resiste a un precio terrible; mientras que la guerra de propaganda sigue fuerte; y pocos en el oeste parecen ser capaz de penetrar en ella. La izquierda occidental comparte sus ilusiones con la derecha occidental. Lo que decían al principio fue que era una ‘revolución’ nacionalista y secular - un levantamiento contra un 'dictador' el cual asesinaba a su propio pueblo - ahora está dirigida por ‘rebeldes moderados’ o ‘islamistas moderados’. Los extremistas islamistas, que en repetidas ocasiones dieron a conocer sus propias atrocidades, ahora son una especie diferente, contra quien Washington finalmente se decidió a luchar. Mucho de esto puede parecer ridículo a los árabes o latinoamericanos educados, pero conserva cierto atractivo en el occidente.

Una de las razones por tal diferencia es que la nación y el estado significan algo diferente en el occidente. La izquierda occidental siempre ha visto al estado como algo monolítico y al nacionalismo como algo parecido al fascismo. Sin embargo, las ex-colonias mantenían una esperanza en el estado-nación. Las poblaciones occidentales nunca tuvieron un Ho Chi Minh, un Nelson Mandela, un Salvador Allende, un Hugo Chávez o un Fidel Castro. En consecuencia, por mucho que los intelectuales occidentales critiquen a sus propios gobiernos, no están dispuestos a defender a otros. Muchos de los que critican a Washington o Israel no defienden a Cuba ni a Siria.

Por ende las guerras sucias se venden mas fácilmente en el occidente. Incluso podríamos decir que ha sido una táctica relativamente exitosa de la intervención imperial, desde la guerra de los contras en Nicaragua hasta la de los ejércitos de islamistas en Libia y Siria. En tanto que la gran potencia no participa directamente, las audiencias occidentales encuentran bastante atractiva la idea de que ellos están ayudando a otros pueblos a alzarse y ganar su ‘libertad’.

En una entrevista de 2013, con un periódico de la oposición siria, afirmó que la insurrección islamista apoyada desde el extranjero fue un ‘movimiento de protesta’ reprimido el cual se vío obligado a militarizarse, y que los Estados Unidos e Israel no tenía ningún interés en la caída del gobierno sirio. Chomsky admitió estar ‘emocionado’ por el levantamiento de Siria, pero rechazó la idea en la ‘responsabilidad de proteger’ y se opuso a la intervención directa de la Casa Blanca, sin un mandato de la ONU. No obstante, se unió a la causa de los que quieren ‘forzar’ al gobierno sirio a renunciar, y argumenta que ‘nada puede justificar la participación de Hezbolá’ en Siria, después de que este grupo trabajó con el ejército sirio para cambiar el rumbo contra los yihadistas.

¿Cómo es que los anti-imperialistas occidentales llegan a conclusiones similares a las de la Casa Blanca? En primer lugar está la idea anarquista o ultra-izquierdista de oponerse a toda facultad del estado. Esto lleva a los ataques contra el poder imperial, pero al mismo tiempo a la indiferencia o a oponerse a estados independientes. Muchos izquierdistas occidentales incluso expresan entusiasmo ante la idea de derrocar a un estado independiente, a pesar de saber que las alternativas, como en Libia, serán el sectarismo, la división amarga y la destrucción de importantes instituciones nacionales.

En segundo lugar, la dependencia en las fuentes de los medios de comunicación occidentales ha llevado a muchos a creer que las masacres de civiles en Siria eran obra del gobierno sirio. Nada podría estar más lejos de la verdad. Una lectura cuidadosa de la evidencia demostrará que casi todas las masacres de civiles en Siria (Houla, Daraya, Aqrab, la Universidad de Alepo, Ghouta Oriental) las realizaron por grupos islamistas sectarios, y a veces se culpó falsamente al gobierno, en un intento de atraer a mayor nivel la ‘intervención humanitaria’.

El tercer elemento que distorsiona las ideas anti-imperiales occidentales es la naturaleza restringida y autorreferencial de las discusiones. Los parámetros son vigilados por guardias corporativos, y a la vez reforzados por amplias ilusiones occidentales de su propia facultad civilizadora.

Un numero reducido de periodistas occidentales han informado de manera suficientemente detallada a ilustrar el conflicto sirio, aún asi sus perspectivas casi siempre están condicionada por esa narrativa occidental. De hecho, la defensa más agresiva de la ‘intervención humanitaria’ en los últimos años proviene de los medios de comunicación liberales como el británico The Guardian y los ONGs como Avaaz, Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Los pocos periodistas que mantienen una perspectiva independiente, por ejemplo la árabe-estadounidense Sharmine Narwani, publican la mayor parte fuera de los canales de los medios corporativos más conocidos.

La cultura imperialista condiciona también la industria de la ayuda humanitaria. La presión ideológica no viene sólo de los bancos de desarrollo, sino también de las ONGs, que mantienen un fuerte sentido de misión, incluso un ‘Complejo de Salvador’, sobre sus relaciones con el resto del mundo. Mientras que ‘la cooperación en desarrollo’ puede haber una vez incluido ideas de compensación por el dominio colonial, o ayuda durante la transición a la independencia, hoy se ha convertido en una industria de $100 mil millones al año, con la toma de decisiones firmemente en manos de los organismos financieros occidentales.

Aparte de la disfunción de muchos de los programas de ayuda, esta industria sigue siendo profundamente antidemocrática, con poderosas connotaciones coloniales. Sin embargo, muchos trabajadores humanitarios occidentales realmente creen que pueden ‘salvar’ a los pueblos pobres del mundo. Ese impacto cultural es profundo. Las agencias de ayuda no sólo tratan de determinar la política económica, a menudo intervienen en los procesos políticos e incluso constitucionales, lo que se hace en nombre de la ‘buena gobernanza’, la lucha contra la corrupción o ‘un fortalecimiento de la democracia’. Independientemente de los problemas de las entidades locales, rara vez se admite que las agencias de ayuda externa son entre todos los jugadores menos democráticos.

Por ejemplo, a comienzos de este siglo, mientras Timor Leste ganaba su independencia, organismos de ayuda utilizaron su capacidad financiero para prevenir el desarrollo de las instituciones públicas en la agricultura y la seguridad alimentaria, y presionaron a este nuevo país a crear partidos políticos competitivos, lejos de la idea original de una gobierno de unidad nacional. En las crisis del 2006, Australia buscó al ventaja dentro de la ‘comunidad donante’ y agravó la división política. En medio de las disputas sobre límites marítimos y los recursos petroleros, académicos y asesores australianos aprovecharon el momento vulnerable para instar a que el partido principal de Timor Leste sea ‘reformado’, el ejército nacional sea abolido y que el país adopte el inglés como el idioma nacional. Aunque las timorenses resistieron todas las presiones, en ese momento parecía que muchos de los ‘amigos’ australianos imaginan que haber ‘heredado’ a ese pequeño país de los gobernantes coloniales anteriores. Este puede ser el sentido peculiar de la ‘solidaridad’ occidental.

Las culturas imperialistas han creado una gran variedad de lindos pretextos para intervenir en las antiguas colonias y los países recientemente independizados. Estos pretextos incluyen la protección de los derechos de las mujeres, la garantía de un ‘buen gobernanza’ y hasta la promoción de ‘revoluciones’. El nivel del doble discurso es sustancial.

Esas intervenciones crean problemas para todos. Los pueblos independientes tienen que aprender nuevas formas de resistencia. Aquellos de buena voluntad en las culturas imperiales tal vez les gustaría reflexionar en la necesidad de descolonizar la mentalidad occidental.

Tal proceso, les sugiero, requeriría el examen de (a) los puntos de vista históricamente diferentes de la nación-estado, (b) las importantes y particulares funciones de los estados poscoloniales, (c) la pertinencia e importancia del principio de la auto-determinación, (d) la necesidad de pasar por alto los medios de comunicación, sistemáticamente engañosos, y (e) el reto de enfrentarse a ilusiones entrañables sobre la supuesta influencia civilizadora occidental. Todos ellos parecen formar parte de una mentalidad neocolonial, y pueden ayudar a explicar la extraordinaria ceguera occidental a los daños causados por la intervención.


Domingo, 1 de marzo de 2015

   

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