¿Vale todo? Por Eduardo Aliverti Aunque se sabe que, en campaña, cualquier candidato y fuerza política se permite más licencias que lo habitual en materia de afirmaciones y promesas, a veces es necesario reparar en los detalles. En la semana que pasó hay algunos que realmente valen la pena.
Hace apenas tres años recién cumplidos, en agosto de 2010, Sergio Massa expresaba que quería acompañar el esfuerzo del gobierno nacional en la compra de netbooks para estudiantes y docentes de todo el país. Había reasumido como intendente, luego de su desvaído paso por la Jefatura de Gabinete. Y prometía que a partir de marzo de 2011 –a través de aulas móviles para las escuelas primarias– complementaría ese brío gubernamental para que todos los chicos de Tigre tuvieran la posibilidad de acceder a su computadora. Alegremente, Massa acaba de decir que una de sus preocupaciones es “el uso de la plata de trabajadores y jubilados para destinos que no tienen nada que ver con la seguridad social, como es la compra de computadoras”. Esta contradicción notable, pero nada insólita, merece varias consideraciones. La primera es que las computadoras del plan Conectar Igualdad no son financiadas por la Anses, que sólo aporta distribución y logística, sino con recursos del Tesoro Nacional mediante el Ministerio de Economía. ¿Puede Massa desconocer eso? La respuesta negativa es tan escandalosamente obvia como el hecho de que el propio Massa fue nada menos que jefe de la Anses y de Gabinete, si acaso alguien vive en un bonsai y puede pensar que tuvo un lapsus. El intendente de Tigre no volvió a hablar del tema. Tampoco se lo reprocharon desde sus usinas de propaganda mediática y, sobre todo, a nadie le pareció que semejante yerro fuese un ardid de campaña. Excepto por las declaraciones del titular de la Anses, Diego Bossio, en algunos medios afines al oficialismo, todos hicieron mutis por el foro. Pero a esas omisiones no se les llama “periodismo militante”, al igual que a la superchería de insistir con la manipulación de los fondos previsionales. A más de dirigentes opositores, numerosos colegas generalistas y del área económica –muchos de los cuales supieron abrevar en posturas progresistas– persisten en hablar del uso de la plata de los jubilados para otra cosa. Al margen del entusiasmo o silencio cómplices cuando ese dinero estaba en manos de las AFJP, uno de los curros más fenomenales de nuestra historia reciente, literalmente no existe que “la plata de los (futuros) jubilados” pueda ser inmovilizada en una cuenta que no se toca. Es un precepto tan descabellado que, incluso, genera cierto pudor desmontarlo, pero es indudable que algunas prédicas son eficientes para generar repetidores seriales de tonterías. Y en todo caso, si hubo estafadores profesionales e institucionalizados que usaron los fondos jubilatorios para timbas de todo orden fueron, justamente, las administradoras privadas del auge menemista. La única garantía de base, para que la plata jubilatoria vaya a ser satisfecha en tiempo y forma, es una economía pujante, en crecimiento, con fondos gestionados de tal forma que aseguren su reparto para la etapa indicada. ¿De dónde supone, Doña Rosa, que pueden avalarse dos aumentos fijos por año y la certeza primaria de que habrá de cobrar lo que le prometen, en la actualidad y cuando el salario diferido que es la jubilación deba efectivizarse? ¿De una caja de ahorro inamovible comida por la inflación que tanto se cuestiona, y bien cuestionada que está? ¿O de una ingeniería de inversiones activas, motorizadas desde el Estado gracias a políticas de agrandamiento productivo? No debería poder creerse que haya que subrayar esto una y otra vez. Fue el mismo Massa quien, al cabo de su dicho sobre la entrega de computadoras a las escuelas, aclaró que ni se le ocurre volver a un sistema de jubilación privado. Pasó, parecería, que, antes o después de decirlo, se dio cuenta de que la semillita no puede germinar a toda costa. Porque, si como intentó aclarar, los fondos jubilatorios siguieran en manos del Estado de llegar a la presidencia, ¿qué haría? ¿Sentarse a contemplarlos o administrar?
Como, hasta ahora y por fuera del oficialismo, no hay quien le pida cuentas de esa semillita que solamente junta por derecha, podría observarse que Massa incurrió en su primer sincericidio. Y que ése es un dato positivo, de cara a (comenzar a) revelar lo que verdaderamente haría –o quisiera hacer– si en 2015 se transformara en una opción de poder real. En algún momento, dicen en esferas kirchneristas, le será imposible seguir jugando con la ambigüedad. El autor lo pone en duda, porque tal vez se trate de que el alcalde de Tigre ya es mucho más lo que construyen, y lo que quiere verse de él, que lo que es. Un renovador que no perjudicaría la esencia de lo conquistado, y no un conservador que navega con el apoyo de los factores de poder a quienes el Gobierno enfrentó, para lograr lo logrado. Un intendente del conurbano relataba en estos días que, según encuestas ratificatorias de lo chequeado antes de las primarias, es muy estimable la cantidad de gente que contesta estar a favor de Cristina y votar a Massa. Creíble o no, y susceptible o no de que el Gobierno revise sus tácticas de campaña y su puntería para elegir candidatos, sería de aspirar –ingenuamente, está bien– que quienes se paran enfrente del Gobierno tengan alguna honestidad intelectual a la hora de volcar sus críticas despiadadas. Puede ser y es, pero no debería, que sólo el oficialismo sea sometido al escudriño de la coherencia entre discurso y acción. Se anunciaron dos nuevas líneas de crédito del Pro.Cre.Ar., que con todos los defectos o carencias que quieran atribuírsele es el único plan de viviendas para sectores populares y medio-bajos, a nivel nacional, lanzado con efectividad de mucho tiempo a esta parte (tanto tiempo como para que no pueda recordarse otro). Entre la ignorancia y el cuestionamiento, el anuncio fue destruido bajo la acusación de “electoralista”. ¿Qué se pretende? ¿Qué es lo que satisfaría a los inconformistas eternos, valga la figura? Porque, vaya detalle, faltan dos años y pico para el “fin de ciclo” que tanto desean. ¿Qué quieren? ¿Un gobierno inerte? ¿Qué sería seguir gobernando y no ser juzgado como “electoralista” ante cada disposición que se tome? Pero, más que cualquier otro aspecto para un debate de buena leche, ¿por qué esa vara tan desigual para juzgar a los unos y a los otros? ¿Por qué si un candidato no se define explícitamente respecto de nada, o es capaz de demagogizar sobre la plata de los jubilados, resulta ser un articulador atractivo de la debacle kirchnerista y no un charlatán de campaña? ¿Por qué tienen y ganan espacio figuras que se remiten a hablar en contra de la corrupción, como si ese expediente bastara y sobrara para ser un gobernante eficaz? ¿Y por qué todo accionar o retórica oficial es nada más que hipocresía ocultadora de robo y engaño barato? ¿Es eso intelectualmente justo?
La intervención de Cristina ante la Asamblea General de las Naciones Unidas fue de una firmeza impresionante que –va de suyo– puede despertar tantos elogios como denuestos según sea la postura ideológica de cada quien. Podía ocurrir el descrédito, pero jamás la indiferencia, la relativización, el hacer casi como si nada. Sin embargo, eso fue lo sucedido en la oposición mediática y dirigencial, excepto por haber destacado la exigencia a Irán de que cumpla su palabra para investigar el atentado a la AMIA (lo cual tampoco conformó a las organizaciones que son mostradas como más representativas de la comunidad judía local y que, según parece, son las únicas “autorizadas” para emitir opinión sobre el tema). La Presidenta le contestó en términos durísimos a la jefa del FMI, quien había amenazado con sacarle “tarjeta roja” a la Argentina por las estadísticas del Indec. Le dijo que nuestro país no es un cuadro de fútbol, sino una nación soberana, que no aceptará amenaza alguna. Les dijo a los Estados Unidos que hoy ya no pueden hablar del efecto Caipirinha, ni del Tequila ni del Arroz, ni de los efectos que siempre denotaban que las crisis financieras venían de los países emergentes hacia el centro. “Hoy, si tuviéramos que ponerle un nombre, deberíamos decir, tal vez, el efecto jazz”, señaló la jefa de Estado. También le dijo a Washington que resulta “incomprensible” haberse dado cuenta de la gravedad del conflicto en Siria cuando lleva ya dos años y medio, “con 150 mil muertos y el 99,99 por ciento de los muertos por armas convencionales y no químicas”. Y les dijo entonces a sus pares y primeros ministros que esa preocupación por Siria es una mentira, y les enrostró desde el holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki hasta el napalm en Vietnam. Le dijo a Gran Bretaña que podría ordenar el corte de los vuelos entre Malvinas y el continente, si Londres no abre un canal de diálogo con Argentina. Les dijo a los fondos buitre que los trabajadores argentinos no tienen por qué pagar la fiesta de los lobbistas. ¿Cómo debe entenderse que semejante batería de definiciones ante semejante auditorio no amerite mayores comentarios, salvo por el odio recalcitrante e irracional que circula por las redes sociales? ¿La prensa opositora no tiene nada para contestarle, a falta de algún dirigente que reconozca con hidalguía el tamaño de ese discurso, así sea para refutar que fue un discurso y nada más?
Todos tenemos el derecho de creerle a quien más nos plazca, pero cuidado: quienes no tienen ningún problema en esconderse, desmentirse a sí mismos o cuestionar absolutamente todo, pueden estar ofreciendo la medida de cómo serían gobernando. Un país, en este caso.
Lunes, 30 de septiembre de 2013
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