POR HORACIO GONZALEZ La esfinge brasileña Así, a la distancia, poco sabemos de las razones últimas por la cual escogió su voto un ejecutivo de Higienópolis en San Pablo, una psicoanalista carioca que vive con vista a la Lagoa Rodrigo de Freitas, un campesino de Goiás, un pescador de Pernambuco, un hombre que sostiene el cartel de Compro Oro en la Plaza da Sé, un cultivador de coco en Juazeiro, un minero en Roraima, una oficinista de Petrobras en Río, una cajera del Shopping Center Iguatemí, un trabajador de alguna plataforma petrolífera de dos mil metros de profundidad en el Atlántico, un indígena tupí del parque Xingú, un obrero metalúrgico sindicalizado en Sao Bernardo do Campo, un economista de la Fundación Getulio Vargas, una mae de santo en Bahia, una ascensorista del edificio Martinelli en el centro viejo de Sao Paulo.
Es mejor decir que no lo sabemos, que hay momentos en que deseamos que haya un velo de ignorancia por el cual le prohibimos al sociólogo o al antropólogo que nos diga que estrato social actuó así o asá, si fue cuando vio sus intereses amenazados o cuando una población favelada entendíó que era la hora de reconocerse aun más en la vida inhóspita e insegura, sometiéndose a la protección de poderes ilegales, sean o no del Estado. Es que lo que sabemos de Brasil proviene más de escuchar “Aguas de Marzo” por Ellis Regina o “Insensatez” de Tom Jobim. Pero por más protegidos que estemos sobre una vida solo encerrada en nuestras apetencias, vemos que hay mundo “lá fora”, esto es, allá afuera está la mundanidad donde residen los que no son extraños para sí mismos, pero sí para nosotros. Nuestros intereses pueden ser éticamente elevadas cuando los vemos compartidos en fraternidades y afinidades homogéneas, pero tampoco nos asustaríamos si intuimos que se rompen las paredes y se derraman las sociedades cual vísceras desencajadas, como cuando se resquebraja el grueso cemento de las centrales atómicas.
No es vida la del que imaginó hacer corporativos sus gustos, y tampoco la del que quiere salir de sí, darse al abandono de lo que fue. Si intelectual, hacerse actor itinerante, si militante urbano, escapar a la floresta con nuestros paisanos los indios. Hannah Arendt conjeturó que el totalitarismo implicaba una ruptura de paredes sociales, algo así como las de esa represa o altas tuberías gasíferas que se resquebrajan, y entonces una masa humana glutinosa, crasa e indiferente busca su solución milenarista, la imagen salvadora final encarnada en un bofetón mesiánico. Pero en Brasil, los milenarismos del siglo XIX y del siglo XX fueron rechazos a la razón que encubría servidumbres, por lo que una religión que predicaba paraísos era la elegida. Los sebastianistas nordestinos supieron que el mar se hacía sertao y el sertao se hacía mar. Peligroso borramiento de los límites entre la tierra, las aguas y el cielo. Umbral que solo traspasa el guerrero sagrado, al que el estado masacra.
Quedó en Brasil un ligero toque de remordimiento cuando el Ejército de las grandes ciudades de la costa –Río, San Pablo–, destruyó un estilo de vida regido por biblias rehechas en el misterio del mestizaje étnico y religioso. El siempre reconocido papá de Chico Buarque, que no poseía la definitiva genialidad de éste, era no obstante un observador liberal de buenas intenciones, imaginando un Brasil cordial, habitado por un hombre amasado en la tierna capacidad de saberse en un conflicto que podría llevar a un “pathos” de fatalidad y sangre. Pero siempre dentro de un lenguaje íntimo y doméstico, no estatal ni protocolar. Por un lado, todas las izquierdas rechazaron este concepto que parecía llamar a una torpe cohesión cultural. Por otro lado, el PT surgía de un sordo conflicto en cuanto a la racionalidad de las cosas sociales. O bien se interpretaba la configuración del hombre brasileño como una parte del campesino abrillantado por santos enigmáticos y orixás, o bien se le daba una genealogía en las tierras de la sequía y luego un destino fabril por el lado de los operarios metalúrgicos, en común con los intelectuales deleuzianos de las universidades.
Lula resolvió en parte el conflicto entre el hombre público y las oscuras pasiones domésticas, digamos pulsionales. Entre el nordeste y San Pablo, entre las clases sociales y el pensamiento heredado por los efectos de ternura de la ama de leche mulata del amamantado filinho del patriarca de la plantación. Desde Pedro II a Glauber Rocha, desde el mariscal Deodoro da Fonseca hasta el general Figueiredo, cada cual en lo suyo, se pensó que era posible un Brasil desarrollado, aunque unos lo desearon sin insurrecciones, otros sin esclavos pero con servidumbre, con altos hornos de acero, pero con un presidente suicidado. Y Glauber, con sus mitos extraídos del bandolerismo social. Al pasar el tiempo, pues toda historia puede caber en un grano de café, una clase intelectual que vuelve del exilio en los años 80 imagina una modernización sostenida en una sociedad civil democrática, absorbiendo a una nueva clase obrera concentrada en las periferias de las inmensas metrópolis, ajenas al fantasma del varguismo. No pudo ser, porque un hombre como Lula jamás hubiera aceptado el empaque señorial de un Fernando Henrique Cardoso, que aristocratizó su biografía política desde las izquierdas atenuadas a las derechas más cortesanas, hasta conspirar en tanto golpista. Seguro que ahora estará recapitulando porqué algo no salió tan bien, porqué en los largos capítulos de desestabilización política en que dejó su marca aparatosa, se dibujaba el rostro sardónico de Bolsonaro, que imaginaron solo como un bufón, “pero, nuestro bufón”.
En algún momento de su discurso durante el Impeachment, Dilma recordó a Getulio Vargas. Una herida compleja, difícil de cerrar, pero se intuía necesario hacerlo, había algo aun indescifrable en aquel suicida desdeñado. El complejo personaje Antonio das Mortes, el enorme justiciero de Glauber Rocha –hay que ver la grandiosa escena del duelo con el cangaceiro si se quiere saber lo que es el gran cine brasileño–, se convirtió, o mejor, se transmutó muchas décadas después en los escuadrones de la muerte. El ejército del general luterano Geisel, todavía bajo el eco de Castelo Branco y éste bajo la añorada tutela de Vernon Walters, el general norteamericano que fue el preceptor de las tropas brasileñas que lucharon en Italia contra el ejército nazi en retirada, también tuvo su mutación. Ese ejército varias veces empeorado, aun le tocaba convertirse en el Ejército de Villas Boas, cuya última estría degradante es el fóbico Bolsonaro.
Si pudiéramos revisar una por una todas las dimensiones históricas y culturales del Brasil, en todas ellas encontraríamos cómo el milenarismo religioso de finales del siglo XIX, se tornaba en la fusión de las nuevas técnicas comunicacionales con el pentecostalismo que le daba creciente importancia a la “teología de los negocios”, comprando bienes inmuebles y canales de televisión ¿Por qué se quebraron las “paredes” de la sociedad brasileña, que permitían hablar de subproletariado o de clases medias altas? Porque la política, el arte, la religión, las formas de la lengua con que se habla de economía, de ciencias jurídicas y literatura se derramaron como maldición y los idiomas mezclados amenazaron a fusionarse en el calibre de la lengua de mano de Bolsonaro –símil revólver patriarcal–, y en un deseo emergente surgido de las penumbras para vivir en el interior de una vida represiva, los dioses de derecha de la Seguridad, en un anatema de Xangó y un descuido de Oxum. Esta breve e irregular reseña quiere decir que el punto de partida, ahora quizás sea reconocer que “no se saben” las razones sigilosas de un oleaje electoral, cuando en las napas profundas de una sociedad un gran sector con identidades políticas declaradas opta por oír una voz arcaica y amenazadora que se ha sabido suscitar. Es un vacío exuberante de incógnitas, lugar de caza mayor de las derechas con toda clase de túnicas punitivas, escatológicas y confesionales. Redivivos fazendeiros patriarcales.
Así, alguna vez, un contingente humano enorme prueba el sayo del “homo sacer”, alguien que adquiere la sacralidad del expulsado y al que cualquiera –de entre los cientos de fiscales y jueces Moro que un país ahora contiene–, puede matar. En Brasil ese dictamen se lo reservan a Lula. Pero lo que en cambio se sabe es que, si al fin triunfara este garimpeiro que excavó en las pasiones más ofuscadas de la población, ya por el solo hecho de figurarnos esta posibilidad, pronunciar esta frase, imaginar sus consecuencias, deberemos sin duda inspirarnos para un esfuerzo superior. Y así, bajo las condiciones brutales en que fuerzas democráticas actúan, que brote del desván de cada conciencia vulnerada un flujo revertido de los votos. Vamos, que no es imposible. Votos de aquellos que “no sabemos”, pero que contribuyan a sostener in extremis la victoria del Haddad. Junto a él habrá que seguir interrogando de manera urgente, renovada e imaginativa, la esfinge brasileña.
Miércoles, 10 de octubre de 2018
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