EL MUNDO Los niños sin rostro Morir es una cosa, que lo conviertan en un borrón, es otra cosa. El borrón es la extraña “nube” mística que los productores pusilánimes de televisión colocan sobre la imagen de un rostro humano muerto. Ellos no están preocupados de que los israelíes se quejen de que la cara de un palestino muerto demuestra la brutalidad israelí. Ni que la cara de un israelí muerto convertirá en bestia al palestino que lo mató. No. Están preocupados por la Oficina de Comunicaciones. Están preocupados por las reglas. Están preocupados por el buen gusto –algo que estos tipos de TV conocen bien–, porque tienen miedo de que alguien grite si ve en las noticias a un verdadero humano muerto.
En primer lugar, vamos a dejar de lado todas las excusas habituales. Sí, acepto que hay una pornografía del morbo. Llega un punto, tal vez –aunque, que yo sepa, esto nunca se demostró–, donde la repetida visión de carnicería humana puede llevar a otros a cometer actos de gran crueldad. Y llega un punto en que filmar un cadáver terriblemente mutilado muestra –vamos a usar la palabra, sólo una vez– una falta de respeto por los muertos. Del mismo modo que cuando cerramos la tapa de un ataúd, llega un punto en que debemos bajar la cámara.
Pero yo no creo que sea por eso que se borronean los rostros de los muertos. Creo que una cultura rastrera y cobarde de evitar la muerte en televisión se está adueñando de los jóvenes insípidos que deciden lo que debemos y no debemos ver de la guerra, una práctica que tiene implicaciones políticas muy graves.
Porque ahora estamos llegando a un punto en el que los niños muertos de Gaza –olvidemos las mujeres y los hombres, por un momento– no tienen rostros. Un cuerpo pequeño se puede mostrar, pero su cara –la imagen misma de su alma, sobre todo si no está dañado por las heridas que causaron la muerte del cuerpo– debe ser cruelmente borroneada por una burbuja científica, entonces matamos al niño una segunda vez. Permítame explicar.
Cuando están vivos, los niños pueden ser filmados. Se pueden mostrar en la televisión. Si están heridos –siempre que las lesiones no sean demasiado terribles– se nos permite verlos en su sufrimiento. Nosotros como naciones, no nos importan mucho, por supuesto. De ahí nuestra negativa, por ejemplo, para intervenir en el baño de sangre de Gaza. Podemos sentir piedad por ellos –podemos llorar por ellos– pero no los respetamos. Si lo hiciéramos, estaríamos indignados por sus muertes. Pero una vez que estén muertos, debemos mostrarles un respeto que nunca les demostramos cuando estaban vivos. Se debe mantener la privacidad de su asesinato protegiendo sus rostros.
La semana pasada, Al Jazeera mostró a un lloroso padre palestino llevando a su bebé recién muerta a un cementerio de Gaza. Tenía el pelo negro y rizado y la cara de una niña gentil, muerta como si estuviera durmiendo, la inocencia hecha carne, un ángel a quien –todos nosotros– habíamos matado. Pero la mayoría de los canales de televisión del Reino Unido –y la BBC se han convertido en expertos en esta censura– destruyeron su rostro con un borrón gris. Nuestros maestros de televisión nos permitieron ver su pelo rizado negro. Pero debajo del pelo estaba ese asqueroso borrón. Y a medida que era trasladada la niña, el borrón se movía junto con su cara. Era un insulto al padre y a la niña.
¿No la había llevado en sus brazos –en público, hasta el cementerio– para mostrarnos el grado de su pérdida? ¿Acaso no quería que viéramos la cara del ángel que acababa de morir? Por supuesto que quería. Pero los tramposos de la televisión británica –cobardes, temerosos de sus propios maestros– decidieron que no se debe permitir a este padre mostrar la magnitud de su pérdida. Tuvieron que desfigurar a su hija con esa mancha repugnante. Convirtieron a una niña en una muñeca sin rostro.
Esto no tiene nada que ver con la demanda oh-tan-moral de la Oficina de Comunicaciones de que el público nunca debe ver el “punto de la muerte” –aunque ha mostrado a una palestina de Gaza muriendo en la sala de operaciones en un documental de televisión de 1992 y constantemente se nos muestran replays de periodistas de televisión en Bagdad a los que se les dispara a muerte desde un helicóptero de Estados Unidos–. Y no tiene nada que ver con el “buen gusto”, sea lo que fuere. Personalmente, creo que la visión de las armas israelíes o los cohetes de Hamas es de un mal gusto repugnante –son, después de todo, los dealers de la muerte, ¿no es así?–, pero no, la televisión absorbe estas escenas terribles. Debemos verlos. No hay problema. Las armas son buenas. Los cuerpos son malos. Oh, qué guerra encantadora.
Sé que muchos de mis colegas de televisión están furiosos por esta censura de la muerte. “Ridículo, absurdo y cada vez peor”, fue como mi viejo compañero Alex Thomson, de Canal 4, reaccionó cuando lo llamé para hablar de ésta, la más potente de la autocensura de la semana pasada. Recordó cómo los teleespectadores británicos pudieron ver al personal médico recogiendo partes de cuerpos de la estación de autobuses de Oxford Street en Belfast el Viernes Sangriento de Irlanda del Norte. Esto, por supuesto, hizo hincapié en la maldad de la IRA.
E históricamente, no somos en absoluto aprensivos acerca de mostrar a los muertos. Documentales todavía muestran a las excavadoras del ejército británico colmadas de miles de cadáveres de judíos desnudos en fosas comunes en el campo de concentración de Belsen en 1945. Estos últimos seis meses hemos televisado miles de imágenes de soldados muertos –desfigurados, mutilados, pudriéndose– en documentales de gran alcance en la guerra de 1914-18. ¿Hay un límite de tiempo a la muerte, como lo hay en los crímenes de guerra?
Por Robert Fisk .
Miércoles, 23 de julio de 2014
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